A los padres de niños con capacidades especiales, sé que es cansado, pero sigan luchando.
A los padres de niños con capacidades especiales, sé que es cansado, pero sigan luchando.
Cuando yo me gradué de maestra, allá por mil novecientos ayer, la dislexia y el Trastorno de Déficit de Atención (el famoso ADD) eran novedades. A mí siempre me ha fascinado cómo aprende el cerebro humano, así que cuando una amiga y colega que había tomado unos cursos en problemas de aprendizaje me invitó a formar parte de una de las primeras clínicas que atendían estos temas en El Salvador, no dudé en decir que sí.
Aprendí mucho allí, pero no me gusta el aprendizaje empírico. Así que en el 2004, me marché a Santiago de Chile, a un postítulo en Educación Especial en la Pontificia. Mis compañeras eran, en su mayoría, maestras de educación especial en lo que se llamaban Escuelas Subvencionadas, bajo el programa PIE, una estrategia del gobierno chileno para apoyar a los alumnos con necesidades educativas especiales (NEE), dentro del aula regular.
Era una maravilla a los ojos de alguien que venía de un país donde los niños con algún tipo de necesidad especial no existían en el sistema educativo. Había niños sordos, ciegos, con problemas de movilidad, aprendiendo junto a niños que no necesitaban esa atención. El beneficio era mutuo: los niños NEE recibían atención, educación y eran tratados con dignidad, mientras que sus compañeros aprendían a aceptar, integrar e incluir a sus compañeros.
Cuando regresé al país, venía emocionada. Volví a abrir mi clínica y comencé a trabajar en un programa dónde daba clases de literatura en inglés, con acomodaciones, a jóvenes con NEE. Con el sueño de «trabajar en gobierno» y replicar el modelo chileno, apliqué para una beca al mérito para estudiar una maestría, ya que mi postítulo no era maestría en este país.
Me la negaron. Me dijeron mil tonteras, como que yo ya había estudiado fuera, que «no era pobre», y que trabajaba en una institución privada. Yo les dije que era por CUM y mérito y yo cumplía, y que quería trabajar en el sector público. La cosa siguió turbia, con una oferta de media beca (no existía tal cosa), o la propuesta de enviarme a una universidad perdida que no tenía la carrera. Al final, el funcionario a cargo me dijo «¿Y para qué se la vamos a dar? ¿De qué le sirve a este país que trabaje con niños que nunca van a ser nada?» Sí, «ser». Retiré mi solicitud.
Trabajé en el programa privado por años, y en lo privado hasta el 2014. Ninguno de mis alumnos quizás «es» alguien, según aquel funcionario, pero dos tienen sus propios negocios, dos son artistas plásticas, dos manejan los negocios familiares, dos son chefs y una tiene su propio centro de atención a NEEs y una maestría.
Durante toda mi carrera docente, y aún ahora, he visto a madres desesperadas llamarme para que les ayude a sus hijos a entrar a colegios donde no los quieren. El Salvador tiene excelentes escuelas alternativas, pero la exclusión social es terrible. Hay colegios para niños «especiales» y para niños «normales». Una amiga mía tenía una niña no vidente. Ningún colegio quiso recibirla. La niña toca el piano y viajó a Europa. «Pero no vio nada,» me dijo alguien. Los no videntes ven con las manos. Tengo amigas con hijos con Trisomía X que luchan por integrar a sus hijos al sistema educativo tradicional. Es una falacia que un niño con esa condición no pueda asistir a una escuela tradicional. Y ni comienzo a hablar del trato a las personas no oyentes, o la falta de rampas, o rótulos braille.
En este país ignoramos qué es la inclusión. Nuestro mundo es tan pequeño que pensamos que «inclusión» significa «ideología de género». Somos una sociedad excluyente, dónde sólo los niños normales están juntos. El niño con discapacidad en El Salvador es víctima de esta sociedad que lo condena a un rol de paria desde joven. Nunca se ven sus capacidades, sólo sus discapacidades. No se le abren espacios en la vida laboral, y se le margina en lo social, por toda una vida. He visto a adultos con Trisomía X de quienes se habla en su presencia como si no existieran. Hay una ley que los ampara, pero claro, no hay ni políticas educativas, ni políticas de inserción laboral, ni siquiera respeto por los parqueos azules.
Al final de mi carrera profesional, veo esos años en que trabajé con jóvenes con necesidades especiales como los mejores de mi vida. Pero me entristece que nunca pude proponer el modelo chileno. Creo que allí dejé de ser idealista y creer que algún día iba a trabajar en el Ministerio de Educación. Me entristece como este país ha perdido ingenieros, artistas, arquitectos y científicos a través de los años, por un pensamiento retrógrado.
A los padres de niños con capacidades especiales, sé que es cansado, pero sigan luchando. No dejen de luchar hasta que cada escuela sea inclusiva.
Educadora
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