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La ciudad y los rostros de Francisco Andrés Escobar

El Premio Nacional de Cultura 1995 fue «docente universitario, poeta, dramaturgo, actor, ensayista y narrador, pero también un observador agudo de la vida cotidiana». Este 10 de octubre cumpliría 83 años.

Escritor y actor salvadoreño Francisco Andrés Escobar

En la cartografía literaria de El Salvador, Francisco Andrés Escobar (1942-2010) ocupa un lugar esencial por la amplitud y coherencia de su obra. Fue docente universitario, poeta, dramaturgo, actor, ensayista y narrador, pero también un observador agudo de la vida cotidiana. En este texto nos detenemos en su faceta de cronista, una de las más constantes y reveladoras de su trayectoria.

Durante casi una década publicó en La Prensa Gráfica una serie de textos que no pueden reducirse a simples notas de color ni a ejercicios de costumbrismo. En ellos construyó una mirada crítica sobre el país, un modo de pensar el presente desde lo inmediato, cuando El Salvador intentaba reorganizar su vida después de la guerra.

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Hablar de Escobar, o ‘Don Paco’ como lo llamaban sus estudiantes y amigos, implica reconocer a un escritor que comprendió la ciudad desde una profunda experiencia. En sus crónicas, San Salvador se revela como una trama de vínculos y contradicciones, un espacio donde lo íntimo y lo público se confunden. No hay escenarios ornamentales ni descripciones complacientes, sino fragmentos de vida observados con atención y sin condescendencia.

Su escritura desciende a los territorios donde la literatura y el periodismo suelen apartar la mirada, y en ese gesto aparecen los cuerpos y las voces que habitan la ciudad: trabajadoras sexuales, hombres que se alcoholizan y se desgarran, migrantes anónimos, mujeres que enfrentan las normas, taxistas y homosexuales de la calle. Cada uno ocupa un lugar en ese paisaje social que Escobar registra con una mezcla de lucidez y empatía, convencido de que en lo marginal se revelan las verdades más nítidas de una época.

Escritor y actor salvadoreño Francisco Andrés Escobar
Imagen de un joven «Don Paquito» escribiendo en su máquina. Foto: cortesía Departamento de Comunicaciones y Cultura de la UCA

Lo que vuelve entrañable y vigente su obra es la manera en que supo retratar esas existencias sin estetizarlas ni condenarlas. Escobar poseía un oído privilegiado para los giros del habla, para ese humor que brota incluso en medio de la precariedad. Con la economía verbal que exige la columna de periódico (500, 800 palabras a lo sumo) lograba condensar escenas completas: un gesto, un olor, un silencio cargado de historia. La forma y el contenido se abrazaban; la brevedad no era limitación sino desafío creativo.

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Uno de los conceptos que mejor ilumina su trabajo es el de heterogeneidad, entendida no sólo como la coexistencia de elementos distintos, sino también como el conflicto y la fricción que los une. En la tradición de la teoría cultural latinoamericana, desde Antonio Cornejo Polar hasta Néstor García Canclini, la heterogeneidad se concibe como una tensión productiva que impide reducir la realidad a una sola lengua, a una única historia o a una estética dominante.

En las crónicas de Escobar, esa multiplicidad se expresa en los registros del habla, en los escenarios marginalizados y en los gestos donde se cruzan lo culto y lo popular, lo oral y lo escrito. En su obra, lo popular es un territorio de disputa en el que convergen memorias heridas, lenguajes enfrentados y formas imprevisibles de belleza.

Escritor y actor salvadoreño Francisco Andrés Escobar
El también catedrático supo ganarse el respeto y admiración de sus alumnos y colegas. Foto: cortesía Departamento de Comunicaciones y Cultura de la UCA

Su mirada también estaba atravesada por la noción de transculturación, esa «contaminación» fértil que permite que culturas distintas dialoguen y generen híbridos. En sus crónicas, los bordes entre lo urbano y lo rural, entre tradición y modernidad, se desdibujan. Aparecen migrantes que llegan de los pueblos con sus costumbres a cuestas, pero también jóvenes que reinventan códigos en bares o cabinas de radio. Esa hibridez no es adorno, es el corazón de su propuesta estética y ética. A esto se le suma un afluente autobiográfico permanente que deja entre ver las memorias de un ser humano.

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Otro rasgo decisivo es el humor. Escobar podía escribir sobre violencia, pobreza o discriminación sin caer en el miserabilismo. Sabía que, aun en las circunstancias más duras, la risa funciona como lenguaje de supervivencia. A veces era humor negro; otras, ironía fina; en ocasiones, simple ternura. Ese registro lo emparenta con cronistas latinoamericanos que encontraron en la gracia un modo de pensar críticamente la realidad.

Pero sus textos no eran sólo ventanas hacia ‘otros’, sino espejos que devolvían al lector una imagen compleja de sí mismo. En esa doble operación —mirar y ser mirado— radica su fuerza como práctica de representación e identidad. La crónica, en Escobar, no reproduce la realidad: la reinventa, la traduce en una constelación de voces que revelan la trama social de la que todos formamos parte. Cada texto se convierte así en un dispositivo simbólico que articula lo individual y lo colectivo, lo íntimo y lo político. Lo que parecía anecdótico se transforma en signo de una experiencia compartida. En un ecosistema mediático donde los periódicos solían reservar espacio a las élites o a la noticia institucional, Escobar infiltró la vida cotidiana como forma de conocimiento, restituyendo dignidad a los márgenes y abriendo un horizonte de empatía y reconocimiento.

Escritor y actor salvadoreño Francisco Andrés Escobar
En abril de 2004, Escobar recibió un homenaje en la UCA. Foto: EDH / Archivo

La periodicidad —ese arte de dejar al lector con curiosidad por lo que vendrá— fue otro de sus recursos. Como las novelas por entregas del siglo XIX o los videos que hoy prometen «parte dos», sus columnas creaban expectativa. No era raro que un relato quedara en suspenso, invitando a volver la semana siguiente. Ese ritmo dialogaba con la lógica del medio y con la experiencia fragmentada de la ciudad.

Vale recordar que Francisco Andrés Escobar no escribía desde los márgenes institucionales, sino desde un lugar central en la vida cultural salvadoreña. Fue profesor en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, colaborador habitual de La Prensa Gráfica y de varias revistas intelectuales de El Salvador y Centroamérica. Su figura era ampliamente respetada en el ámbito literario, donde destacó como poeta, dramaturgo, ensayista y narrador.

Durate los años 80 fundó Medios días culturales, junto a Rafael Rodríguez Díaz, espacio de difusión del arte salvadoreño en la UCA. En 1995 recibió el Premio Nacional de Cultura y ese mismo año fue elegido miembro de la Academia Salvadoreña de la Lengua. También obtuvo el Premio Walt Whitman de poesía y el primer lugar en los Juegos Florales de Quetzaltenango (1978), Guatemala, por su libro Petición y ofrenda.

Sin embargo, su pertenencia al centro no implicó una mirada complaciente. Escobar se movía con naturalidad entre el aula universitaria y la calle, entre el lenguaje académico y el habla popular, entre la reflexión intelectual y la experiencia sensible. Su escritura respondía a una ética que concebía la cultura como un espacio de diálogo y no de privilegio. Desde su posición en el corazón de las instituciones, amplió los márgenes de lo decible y lo representable.

Escritor y actor salvadoreño Francisco Andrés Escobar
Además de las letras, la educación fue otra de las pasiones del querido catedrático. Foto: cortesía Departamento de Comunicaciones y Cultura de la UCA

Esa capacidad de transitar entre mundos, de ser al mismo tiempo docente y artista, intelectual y cronista, definió la singularidad de su obra. Escobar escribía con la conciencia de quien domina la palabra, pero también con la disposición de dejarse atravesar por ella. En esa tensión —entre el individuo que enseña y el que observa, entre el poder simbólico y la vulnerabilidad humana— reside una de sus virtudes mayores: haber construido puentes entre los lenguajes del centro y las voces de la periferia.

Hoy, cuando proliferan las opiniones instantáneas y los formatos veloces, volver a Francisco Andrés Escobar es una invitación a habitar otra temporalidad. Releerlo también ayuda a entender la historia reciente de El Salvador desde una óptica distinta. Las décadas de los noventa y los dos mil —años de reconstrucción, migraciones, cambios culturales— laten en sus páginas. En lugar de estadísticas o discursos oficiales, encontramos ahí los rostros y gestos de quienes habitan las aceras, los buses, los mercados. Sus crónicas son, en ese sentido, archivos sensibles de una época.

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La vigencia de Escobar no reside únicamente en la memoria afectiva de quienes lo conocieron. Está en la posibilidad de seguir aprendiendo de su manera de conjugar ética, estética y oficio. En un contexto donde la palabra pública corre el riesgo de polarizarse o vaciarse, su escritura recuerda que todavía es posible nombrar la realidad con ternura crítica y humor lúcido.

Quizá el mejor homenaje sea volver a leerlo, sin prisa, con la disposición de quien recorre una ciudad que todavía guarda secretos. En esas páginas se encuentran los ritmos del habla, las contradicciones del país y la persistencia de una mirada que no se rinde ante la costumbre. Las crónicas de Francisco Andrés Escobar nos devuelven la posibilidad de mirar con atención, de reconocer en lo cotidiano una forma de conocimiento y de afecto. En una época que vuelve a silenciar lo distinto, su escritura recuerda que la literatura puede ser un ejercicio de escucha y de cuidado. Don Paco nos enseñó que contar historias no es sólo un acto estético, sino una forma de permanecer en relación con los otros.

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