El amanecer ilumina la sala de la cabaña rural. Allí sigue el libro de versos sobre la mesa y en la pared frontal el cuadro del papilio mariposa que -luego de cruzar la selva- atravesó la vida de los fugaces personajes de esta leyenda. Actores de su propio destino, escrito acaso por el azar o el ilusorio anhelo. Hay un perfume de azahar en el aire, que se confunde con el mentol del florero y el aroma ámbar del ocote de pino, quemándose en la chimenea. La ventana sigue abierta para que pueda entrar el alma alada de la brisa desde las celestes cumbres del Cerro de las Ninfas. Belle -la joven viajera- llega a la ventana y pregunta nuevamente si hay alguien en la cabaña. Nadie responde. Entonces entra al lugar, aprovechando la ausencia del seductor viajero. “¿Cuál será su nombre? –se pregunta. Al verle por vez primera no me atreví a preguntarlo. Estaba ante mí, con el colorido farol de luz entre sus manos y su mirada en la mía como dos estrellas de una misma noche. Le encontré entre la multitud de feligreses que celebraba en las calles la Fiesta de los Farolitos a la Virgen María. Le vi, quizá cansado de distancias, viejos dolores y perdidos amores. Volviendo acaso desde otras selvas del amor. Estábamos uno ante el otro, cual viajantes de un solo amanecer. Encontrados el mismo instante en aquel pueblecito cafetalero enclavado en las cumbres de Apaneca y Ataco. Y más allá -al medio del andariego viento- la espiga frágil de nuestros mismos destinos. (XVI) De: “La Selva Umbría que Aprendió a Volar” ® de C.B.