La ansiedad que corroe a millones en el mundo moderno no es otra cosa que el síntoma de corazones que han perdido el norte.
La ansiedad que corroe a millones en el mundo moderno no es otra cosa que el síntoma de corazones que han perdido el norte.
En la trama de la historia humana, los afanes de la vida han sido constantes. Desde las civilizaciones más antiguas —Egipto con sus pirámides, Babilonia con sus jardines colgantes, Roma con sus circos y Grecia con su filosofía— el ser humano ha perseguido gloria, riqueza y poder. Sin embargo, todos esos imperios, hoy convertidos en ruinas, son un recordatorio elocuente de que lo terrenal es efímero. Frente a esa realidad, el mensaje del Señor Jesucristo resuena como un relámpago eterno: “No os hagáis tesoros en la tierra… sino haceos tesoros en el cielo” (Mateo 6:19-20).
El horizonte que nos propone el evangelio rompe los límites del tiempo y de la cultura. El problema del afán no es exclusivo del siglo I, ni de la Roma imperial, ni de Palestina bajo opresión; es una constante antropológica: el ser humano, creado para lo eterno, se afana en lo efímero. El teólogo Agustín de Hipona lo expresó con genial sencillez: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Esa inquietud es el eco del alma que, en vez de elevarse al Creador, se desgasta en perseguir sombras.
Hoy, en el siglo XXI, las sombras se han sofisticado. Ya no son solo graneros llenos, túnicas costosas o palacios adornados; ahora son cuentas bancarias digitales, inversiones bursátiles, seguidores en redes sociales y objetos de consumo masivo. La idolatría de antaño se reviste de modernidad, pero conserva la misma esencia: poner la confianza en lo perecedero. Lo inquietante es que este afán ha logrado colonizar el alma contemporánea con un refinamiento que esclaviza dulcemente: nos convence de que somos libres mientras vivimos presos de la deuda, de la comparación y de la insaciable necesidad de reconocimiento.
Sin embargo, la voz del Señor Jesucristo se levanta como una brújula profética que redimensiona la existencia. Su enseñanza no niega la importancia del trabajo, de la responsabilidad o de la administración sabia de los bienes materiales. Al contrario, lo que cuestiona es la idolatría del afán, el desorden de prioridades y la falsa seguridad que el hombre deposita en lo que la polilla corroe y el orín destruye. El Señor Jesucristo llama a levantar la mirada y a descubrir que lo verdaderamente sólido no se encuentra en el mercado, sino en el Reino; no en las arcas de los bancos, sino en la obediencia al Padre.
La Iglesia primitiva entendió este horizonte ampliado. En Hechos se nos narra que los creyentes tenían en común sus bienes y que ninguno padecía necesidad (Hechos 2:44-45). No era una revolución económica ni un sistema socialista primitivo, sino la expresión tangible de un corazón que había aprendido a vivir para lo eterno. Su tesoro ya no estaba en las monedas, sino en la comunión; no en la acumulación, sino en la entrega. Aquí se abre el gran horizonte teológico: vivir para el Señor Jesucristo significa que la economía del Reino trastoca la lógica del mundo.
Mientras el mundo dice “posee más para ser alguien”, el evangelio proclama: “pierde tu vida por causa de Cristo, y la hallarás” (Mateo 16:25). Mientras el mercado dicta que el valor depende de lo que puedes comprar, el evangelio declara que tu valor fue pagado en la cruz del calvario por un precio inigualable. Ampliar el horizonte implica ver que este llamado no es solo individual, sino también comunitario y escatológico. El mensaje del Señor Jesucristo denuncia un sistema global marcado por la desigualdad, la explotación y la idolatría del consumo y nos recuerda que todo ese edificio se derrumbará en el juicio final.
La visión de Apocalipsis nos muestra con fuerza que Babilonia —símbolo de la ciudad materialista, corrupta y orgullosa— caerá en un solo día, y con ella los mercaderes de la tierra llorarán (Apocalipsis 18:10-11). Frente a esa caída, el pueblo de Dios canta: “¡Aleluya! porque reinó el Señor nuestro Dios Todopoderoso” (Apocalipsis 19:6). El horizonte, entonces, se amplía en tres dimensiones: Personal: vivir sin ansiedad, confiando en el Padre que sustenta la vida. Comunitaria: construir una Iglesia que no se conforme al modelo consumista, sino que testifique de la economía del Reino. Escatológica: reconocer que la verdadera plenitud está en la eternidad, donde “ni la polilla ni el orín corrompen”.
Así, el mensaje de no afanarse y de vivir para el Señor Jesucristo no es un consejo piadoso, sino una revolución ontológica. Nos recuerda que el ser humano no fue creado para desgastarse persiguiendo pan que perece, sino para disfrutar el pan de vida que desciende del cielo. No fuimos llamados a llenar graneros, sino a ser parte de un Reino inconmovible. El mensaje del Señor Jesucristo no es un suspiro devocional para tranquilizar conciencias; es una declaración que atraviesa los siglos, derriba imperios, confronta sistemas económicos y desenmascara idolatrías.
Sus palabras no se pueden reducir a un consejo moralista sobre la buena administración de la vida, sino que constituyen una invitación radical a redefinir la existencia desde lo eterno. Vivir sin afanes no significa desentenderse de la responsabilidad diaria, sino reconocer que nuestra vida, nuestro sustento y nuestro destino descansan en manos del Padre celestial.
En este horizonte ampliado, el creyente descubre que el dinero, las posesiones, la fama y el poder no son un fin en sí mismos, sino simples medios que deben estar subordinados al Reino.
La ansiedad que corroe a millones en el mundo moderno no es otra cosa que el síntoma de corazones que han perdido el norte. Porque cuando el hombre hace del afán su dios, termina esclavizado por lo que nunca podrá llenar el vacío del alma. La historia, una y otra vez, ha demostrado la fugacidad de lo material: los tesoros de Faraón yacen en tumbas saqueadas, los imperios de Roma y Babilonia se desmoronaron en ruinas, las fortunas de magnates modernos se deshacen en herencias disputadas. Pero los tesoros celestiales, invisibles a los ojos del mundo, permanecen incorruptibles en el corazón de Dios.
Y allí, en ese Reino eterno, los redimidos encontrarán la herencia que no se agota: vida abundante en el Señor Jesucristo. La Iglesia contemporánea, llamada a ser luz en medio de las tinieblas, debe recuperar esta visión. No podemos ser arrastrados por la cultura del consumo ni medir nuestro éxito en términos de cifras, templos imponentes o ministerios de renombre.
El verdadero triunfo de la Iglesia es vivir contraculturalmente, como una comunidad que proclama con hechos y palabras que su tesoro está en el cielo.
La disciplina espiritual, la generosidad, la confianza en el Padre y la búsqueda apasionada del Reino son las marcas de aquellos que se han desprendido de lo efímero para abrazar lo eterno.
Abogado y teólogo
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