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Laborar en un trabajo que no te gusta: el deporte extremo más practicado del mundo

Trabajar donde no quieres tiene repercusiones. Hay efectos colaterales visibles, pero internamente, la cosa es peor. Tu autoestima empieza a negociar consigo misma. La motivación entra en coma. La creatividad se guarda en un clóset y dice «cuando termines con esta fase me llamas». Y la salud mental… bueno, ella hace lo que puede.

Dicen que trabajar dignifica, que es una manera honorable de contribuir a la sociedad, que nos da estructura, propósito, sentido. Y luego está la realidad: despertarte cada mañana para ir a un trabajo que no te gusta, con la única motivación de que las cuentas no se pagan solas y que, lamentablemente, aún no te has ganado la lotería. Bienvenido al club: la liga internacional de personas que ejercen la resiliencia porque de lunes a viernes, y algunos hasta en sábado, pasan 8 horas de sus vidas haciendo algo que no les gusta.

Trabajar en algo que no te gusta es una experiencia espiritual. Pero no una de esas experiencias bonitas que te transforman para bien. No. Es más como una epifanía constante de que tomaste al menos cuatro malas decisiones seguidas. Te levantas, te preguntas «¿cómo llegué aquí?», «¿quién me hizo esto?» y «¿por qué no abrí un cuenta para vender fotos cuando todavía era tiempo?». Pero nada, te levantas porque la vida adulta viene con facturas y aparentemente la electricidad no se paga con esperanzas.

La ironía es que todos nos imaginamos adultos tomando decisiones adultas. «Cuando tenga 30, sabré qué quiero», decíamos. Pero la adultez es, en esencia, descubrir que saber lo que quieres no tiene nada que ver con poder pagarlo. Y que tener un trabajo que no te gusta es una especie de suscripción mensual obligatoria al estrés crónico. Al parecer, forma parte del paquete básico de la vida moderna.

El estrés laboral es democrático: le llega a todos, no discrimina. Empieza con pequeñas señales: el domingo por la tarde ya estás triste, el lunes por la mañana ya estás reconsiderando tus metas de vida y para miércoles estás googleando «¿cómo fingir mi desaparición y empezar de cero en otro país?». Lo peor es que todos lo hacemos. Somos adultos funcionales, pero emocionalmente vagabundos.

Y claro, están los expertos que nos dicen que «el trabajo ideal existe, solo debes buscarlo». Pero el mundo laboral moderno es un poquito más complejo que eso. A veces necesitas pagar renta, comer tres veces al día y no acumular deudas, y eso te obliga a aceptar trabajos que jamás imaginaste. Porque ningún gurú de motivación te dice que «seguir tu pasión» no siempre es rentable.

Trabajar donde no quieres tiene repercusiones. Hay efectos colaterales visibles, pero internamente, la cosa es peor. Tu autoestima empieza a negociar consigo misma. La motivación entra en coma. La creatividad se guarda en un clóset y dice «cuando termines con esta fase me llamas». Y la salud mental… bueno, ella hace lo que puede.

Pero no todo es tragedia. A veces, este tipo de trabajos nos enseñan cosas útiles: a sobrevivir, a improvisar, a tolerar jefes, a convivir con compañeros que a penas toleramos y sobre todo, a valorar infinitamente cada pequeño momento de libertad. Porque nada te hace apreciar un viernes como trabajar en un empleo que no te gusta: la vida sabe distinto, el café sabe mejor y el sueño el sábado por la mañana te cae como una bendición divina.

El humor también se vuelve mecanismo de defensa. Reírte de tu mala suerte laboral es más barato que terapia (aunque menos efectivo). Hacer memes mentales durante reuniones, imaginar escenarios dramáticos donde renuncias tirando papeles al aire, fantasear con la idea de despertar un día convertido en heredero millonario. Tu cerebro busca sobrevivir, aunque sea con creatividad absurda.

Claro, todos soñamos con un futuro donde nuestro trabajo nos guste, o al menos no nos reste años de vida. Pero mientras ese glorioso día llega, lo único que podemos hacer es reír, respirar y recordar que no estamos solos: millones estamos en lo mismo, en este enorme experimento social llamado «ser adulto».

Y si algo nos queda claro es que trabajar en lo que no te gusta es agotador, pesado, a veces injusto… pero también es una fase. Una fase que empuja, incomoda y, a su extraña manera, motiva a buscar algo mejor. Porque el estrés cansa, pero también despierta. Y tal vez, solo tal vez, algún día podremos mirar atrás y reírnos más fuerte, desde un lugar donde sí queramos estar.

Mientras tanto: ánimo. Y café. Mucho café.

Consultora Política y Miss Universo El Salvador 2021

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