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Ingeniera rural

De niña ella quería seguir estudiando pero el papá la sacó de la escuela, porque una mujer «necesitaba saber leer, y echar tortillas».

Por: Carmen Marón

En toda mi vida adulta, he tenido cuatro colaboradoras del hogar. Tres de ellas han sido del área rural. La segunda, a quien llamaremos Margarita, era de un cantón perdido de La Libertad. Escolaridad: tercer grado. Comprensión lectora: básico. Ortografía: Sin comentarios. Nivel de matemáticas: bachillerato empírico. 

  Uno tenía que conocer a Margarita para entender lo que escribía («papel ingiénico, yugo denarnga»), pero nunca tuve mi casa mejor llevada que con ella. Eran mis tiempos de gerente y no tenía tiempo de nada. Margarita supervisaba todo: pagos, limpieza, arreglos de casa. 

Todo comenzó la mañana que Margarita me avisó que la cafetera no servía y me había hervido mi café en olla con un colador y una servilleta. Le eché una ojeada a la cafetera y me di cuenta que el agua no pasaba. Le eché agua caliente, vinagre, sal… nada. Así que le dije que no se preocupara, que yo compraría una cafetera nueva ese día. «Ese día» fue fatal en la oficina. Llegué a mi casa a las diez de la noche, y recordé entonces que se me había olvidado comprar la tal cafetera.

A la mañana siguiente, al bajar a desayunar le dije a Margarita que me sirviera té, pero resulta que ya estaba mi desayuno servido con una humeante taza de café.

– «Margarita, lo hizo…»

-«Le arreglé la cafetera, niña Carmen»

– «¿Cómo así»?

  «Le saqué los tubos y le encontré…» y me enseñó una bola blanca pequeñita que estaba adherida al tubo que hacía que el agua llegara al café. Margarita había desarmado la cafetera entera y la volvió a armar, sin manual. Me duró casi dos años más.

Margarita ideó sistemas de secado al aire, sabía usar mi lavadora y secadora mejor que yo, a pesar que las instrucciones estaban en inglés. El cable no llegaba con buena señal a su cuarto, así que me pidió una antena de cinco dólares, le añadió un gancho de ropa y veía todos los canales. Me arreglaba mi internet, destapaba tuberías, pintaba, verificaba el nivel de agua en la cisterna, hacía compras, calculaba el recibo de la luz y puedo seguir. Aunque siempre existía el temor común («Niña Carmen le arruiné…», también era «le arreglé». 

   Le ofrecí a Margarita muchas veces mandarla a clases de alfabetización en una parroquia cercana. NO. Le ofrecí enviarla a un curso de INSAFORP para hacer piñatas, o bisutería, o instalar tablaroca. Nunca quiso.  De niña ella quería seguir estudiando pero el papá la sacó de la escuela, porque una mujer «necesitaba saber leer, y echar tortillas». Para ella, ser colaboradora del hogar era un logro sobre sus hermanas que «arrancaban monte en la finca». Ella sí trató de mantener a sus dos hijos, de dos hombres distintos, en la escuela. Pero aprender más ella, no. Estaba la abuela (de uno), los hermanos, el pueblo para juzgar si se salía del renglón. «¿Y a quién le voy a hacer piñatas, niña Carmen?» Al cantón. «Niña Carmen, usted no entiende. Esto es lo que tengo que hacer».

    Al final, Margarita se fue de mi casa porque se enamoró del jardinero y el jardinero se fue y ella se fue a trabajar dónde estaba él “porque nos acompañamos”. Siempre que pienso en ella, pienso que, con todo el respeto que le tengo a la vida rural, el rol que se le asigna a la mujer es casi un destino, algo que se repite de generación en generación.  Tristemente, la sociedad lo refuerza porque contratamos a estas mujeres y les damos escrito un guión de cómo hacer las cosas. Hay muchas ingenieras rurales en las casas de San Salvador. ¿Qué se puede hacer para que rompan ese techo de cemento intergeneracional?

Educadora

Carmen Marón
Carmen Marón