Don Toño no tiene computadora, ni Wi-Fi, ni correo electrónico. Tiene gallinas y eso sí: fe, mucha fe.
Don Toño no tiene computadora, ni Wi-Fi, ni correo electrónico. Tiene gallinas y eso sí: fe, mucha fe.
En El Salvador todo el mundo habla de progreso. Lo mencionan los políticos, los noticieros, los anuncios y hasta los influencers con lentes oscuros y micrófono nuevo. «El país está cambiando», repiten como disco rayado, mientras Don Toño, allá en el cantón El Tablón, busca trabajo con una hoja de currículum escrita a mano, porque lo más tecnológico que tiene es un radio que agarra cuando quiere y un cargador que se calienta más que una pupusa de chicharrón. El progreso, dicen, es digital. Pero a don Toño la palabra «digital» le suena al dedo con el que piden fiado en la tienda.
Le dijeron que ahora todo se hace en línea y él pensó que hablaban de la fila del molino. No tiene computadora, ni Wi-Fi, ni correo electrónico. Tiene gallinas y eso sí: fe, mucha fe. Pero por más fe que tenga, cuando oye que las vacantes se aplican «en el portal del Ministerio», no sabe si eso queda en San Salvador o en el cielo.
El gobierno lanza programas con nombres rimbombantes: Oportunidades 3.0, Empleo Joven Digital, Conéctate al Futuro. Pero don Toño ni siquiera puede conectarse a la corriente porque el recibo de la luz le llegó con más ceros que su cuenta bancaria.
Y mientras los funcionarios hablan de «inclusión tecnológica», en el pueblo los únicos «chips» que conocen son los de la tienda, los de veinticinco centavos la bolsa. El desempleo se ha vuelto una tradición familiar. Los abuelos no encontraron trabajo, los hijos emigraron y los nietos nacieron expertos en esperar. Y aun así, en el país del «ya casi», todos se levantan con la esperanza de que el milagro laboral venga bajando en el próximo bus. Don Toño dice que, si existiera un puesto para «buscador de trabajo», ya fuera gerente. Porque experiencia tiene de sobra.
En las radios se anuncian puestos con voz de esperanza: «Se necesita personal proactivo, con título universitario, vehículo propio y dominio de inglés». Y uno se pregunta: ¿para qué será el puesto, para presidente?
En el campo, la mayoría con suerte terminó el noveno grado, y si sabe manejar moto, ya es un logro. Pero ahí están las ofertas, pidiendo más requisitos que para casarse.
Y mientras tanto, el país entero se las ingenia. Doña Rosa vende atol, su hija hace uñas en la casa y su nieto arregla celulares de pantalla rota. Todos sobreviven «para mientras», que en buen salvadoreño significa «para siempre». Porque aquí nada es temporal: ni la pobreza, ni la esperanza.
Comprar una casa, por ejemplo, es otro deporte extremo. Los bancos lo hacen ver fácil. «Solo traiga su constancia de ingresos y una prima del veinte por ciento». Don Toño hace cuentas con los dedos y se ríe. «Yo lo único que tengo de prima es una que vive en Houston». El crédito parece accesible hasta que uno ve la letra pequeña: «plazo: treinta años». O sea, toda una vida pagando para morir sin terminar. Los anuncios de vivienda muestran familias rubias con sonrisa de comercial, caminando por residenciales con nombres de novela mexicana: Los Laureles del Futuro, Sueños del Edén, Altos del Sol.
Y uno desde su cuartito alquilado, con techo de lámina y ventilador con zumbido de avión, solo puede decir: «Bonito el Edén, lástima que no venden lotes en mi realidad. Y si no hay para comprar, toca alquilar. Ahí empieza el calvario. El casero salvadoreño es una especie única: cobra puntual, pero repara cuando se acuerda. «La lámina tiene hoyos», dice el inquilino. «Pues compre un balde», responde el dueño, con filosofía tropical. No hay contrato que valga: si se atrasa dos días, las cosas del inquilino aparecen mágicamente en la acera. Y, aun así, cada mes se paga, porque nadie quiere pasar la Navidad debajo del puente.
Mientras tanto, los precios suben, los salarios no aguantan y el salvadoreño se defiende con su mejor arma: el humor. Aquí el sarcasmo es más fuerte que el café. Cuando alguien dice «todo va bien», todos se ríen porque saben que «bien» significa «al menos no me han cortado el agua». Los dichos populares son el espejo de la realidad. «Dios aprieta, pero el casero ahorca»; «el que madruga consigue asiento, pero no trabajo»; «a falta de pisto, sonrisa»; «no hay mal que por frijoles no venga».
Y entre chiste y chiste, el país sigue adelante, con más deudas que buses en la mañana y más esperanzas que promesas de campaña. En las pupuserías, el pueblo analiza la economía mundial con una gaseosa en la mano. Si la harina sube, todos opinan. Si baja, nadie lo cree. Y mientras el noticiero dice que El Salvador se encamina a ser potencia regional, Doña Rosa comenta: «Sí, potencia de sobrevivencia». Pero ni el sarcasmo mata la fe. Porque, aunque el salvadoreño se burle del sistema, todavía se persigna antes de salir, todavía dice «Primero Dios» y todavía cree que algún día las cosas van a mejorar.
Tal vez por eso el país no se quiebra: porque el humor y la fe hacen milagros que ni el Fondo Monetario Internacional puede calcular. Al final del día, don Toño regresa a su casa de lámina, se quita el polvo del camino y se sienta en su hamaca. No tiene trabajo, ni casa propia, ni Wi-Fi, pero tiene una paz que no cabe en ningún informe del Banco Mundial. Mientras el país discute si el dólar sube o baja, él agradece por el plato de frijoles y el aire que todavía es gratis.
Y aquí viene lo grande: a pesar de todo, este pueblo no se rinde. Porque cuando la realidad le cierra las puertas, el salvadoreño entra por la ventana. Si no hay trabajo, se inventa uno. Si no hay techo, busca sombra. Si no hay esperanza, la fabrica con risas.
La Biblia lo resume mejor que cualquier economista: «El Señor es mi pastor; nada me faltará» (Salmo 23:1). Y esa es la ironía divina: que los que menos tienen son los que más agradecen. Así es El Salvador: un país donde la pobreza se disfraza de chiste; la esperanza, de costumbre, y la fe, de milagro cotidiano.
Don Toño no tiene laptop, pero tiene algo más poderoso: la certeza de que el Señor Jesucristo no da subsidios, da propósito. Y en un mundo que todo lo vende en cuotas, El sigue dando lo único gratis que vale la pena: la salvación. Tal vez aquí nadie tenga casa propia, pero los que creen ya tienen reservado un lugar donde no hay caseros, ni hipotecas, ni cobros atrasados. Allá donde el techo no se gotea y la renta ya fue pagada con la sangre del Señor Jesucristo.
Abogado y teólogo.
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