Nuestro cerebro es como una esponja que, guiado por los padres y hermanos mayores, aprendemos los hábitos que servirán toda la vida
Nuestro cerebro es como una esponja que, guiado por los padres y hermanos mayores, aprendemos los hábitos que servirán toda la vida
El principio y el final de cada uno depende mucho de su educación. El 1 de octubre, Día del Niño, recordé la «ventana cuatro catorce». Se abre a los cuatro años, cuando los niños observan y empiezan a preguntar el porqué de muchas cosas y después de la respuesta preguntan el porqué de la explicación anterior y nuevamente «¿por qué?» hasta llevar a los padres a responder «así son las cosas», «así es la vida» o «así lo quiere Dios».
Nuestro cerebro es como una esponja que, guiado por los padres y hermanos mayores, aprendemos los hábitos que servirán toda la vida. Por ejemplo, el concepto de «pertenencia a una familia». Me enseñaron, que mis hermanos, mi padre, mi madre, mis tíos y primos somos una familia. Debemos querernos, ayudarnos y cuidarnos. Personalmente después de la niñez siempre asumí que ese grupo de personas son mi familia. Mi madre nos decía: «Todos son familia y deben ayudarse». Y en mi familia todos nos hemos ayudado y en lo que y cuando podemos, seguimos apoyándonos.
Además, nos enseñaron a respetar y apreciar a nuestros vecinos… Con catorce años sufrí un golpe tan fuerte en la cabeza que perdí el sentido, y cuando desperté vi las caras angustiadas de mi madre y los vecinos que al oír mi grito corrieron para ayudar.
Los padres enseñaban los buenos hábitos para la vida, precisamente, los que se están retomando en las escuelas como el saludo, el orden, la limpieza, respetar a los maestros y las cosas ajenas, pero también cuando era necesario corregían y castigaban. Con ocho años, en segundo grado, una tarde cuando faltaban veinte minutos para ir a la escuela y aún no me había ido, mi madre me preguntó por qué aún estaba en casa, y y quizás esta fue mi primera mentira, pues le respondí: «Es que hoy no hay clases». Me tomó de la mano y caminamos a la escuela. Al llegar y ver a todos los niños formados para entrar a sus salones, saludó a la directora y le preguntó si en mi grado había clases. Muy molesta, ahí mismo con su cincho, me dio tres azotes en las pantorrillas, diciéndome: Uno para que no vuelva a mentir, otro para que no vuelva a faltar a clases y el tercero por el disgusto que le había causado. En menos de treinta segundos me enseñó y aprendí todos los valores que me han servido en la vida.
Apoyo los derechos de los niños y creo que merecen mucho amor y la mejor educación, pero a la par de cada derecho les debemos enseñar el deber complementario. Si por amor mal entendido les consentimos conductas inapropiadas, les enseñamos a ser irrespetuosos y si les compramos una tablet para que no molesten, ellos solos aprenden a desentenderse de la realidad.
Y sobre el trabajo infantil, bien orientado es una forma de enseñar y aprender muchas cosas ayudando. Crecí en el taller de mecánica de mi padre y desde los siete años aprendí a ayudar en las cosas que puede ayudar un niño, pero también de las siete a las ocho y media de la noche, a jugar en la calle con los otros niños de nuestra vecindad.
El Día del Niño recordé mi niñez, seguramente usted la suya, pero también reflexioné y apelo sobre la importancia del cuidado, protección, educación y corrección de la niñez actual, pues serán quienes continuarán desarrollando nuestra sociedad en un mundo muy diferente, exigente y cambiante con las nuevas tecnologías y la inteligencia artificial. Preparémoslos lo mejor que podamos, por un lado en la casa en los buenos hábitos para la vida y en la escuela, para la convivencia y lo útil en sus futuras profesiones.
Ingeniero
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