El legado de Ricardo Poma no es un patrimonio exclusivo, es un bien común que nos recuerda que el teatro salvadoreño puede ser profesionalismo, calidad y permanencia.
El legado de Ricardo Poma no es un patrimonio exclusivo, es un bien común que nos recuerda que el teatro salvadoreño puede ser profesionalismo, calidad y permanencia.
El fuego fue considerado símbolo de conocimiento, técnica y futuro. Por eso, los dioses del Olimpo lo custodiaban con recelo. Sin embargo, hay un mito que nos cuenta la osadía de Prometeo, un titán que desafió a los dioses y en un acto de insumisión decidió compartir el fuego con la humanidad. Desde entonces, la cultura, el pensamiento y la creación son inseparables de ese acto fundacional.
Hoy, en El Salvador, frente a la partida de Ricardo Poma, empresario y filántropo salvadoreño, no puedo dejar de pensar que ese mismo gesto —arriesgado, visionario, generoso— se repite en clave contemporánea. Su fuego no fue arrebatado a los dioses, sino encendido en medio de San Salvador, en una sala que se volvió improbable y vital: el Teatro Luis Poma.
Cuando a inicios de los años 2000 se pensaba en la expansión de Metrocentro, la lógica natural era abrir más comercios. Sin embargo, Ricardo Poma imaginó otra cosa: mantener viva la sala del antiguo CAESS como espacio cultural y artístico en vez de convertirla en superficie comercial. No fue un gesto aislado. Fue una apuesta contra corriente en un país donde el arte y la cultura atraviesan retos. Allí, donde podían haber vitrinas, mantuvo un escenario. Donde cabían tiendas, se instaló la posibilidad del arte.
Ese acto, al igual que el robo del fuego de Prometeo, no fue solo un movimiento práctico: fue un gesto fundante. Encendió una llama que compartió con Roberto Salomón, quien desde entonces asumió la dirección artística y convirtió aquel espacio improbable en un teatro vivo. Si Ricardo aportó la visión y el sostén institucional, Roberto entregó el pulso creativo, la dramaturgia de la programación y la certeza de que el teatro debía dialogar con su tiempo. Entre ambos se tejió una alianza decisiva: el impulso vital de Ricardo y la mirada artística de Roberto encendieron, juntos, un fuego que hasta hoy ilumina a generaciones de artistas y espectadores.
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Ricardo Poma comprendió que el arte y la cultura no debían pensarse como elementos apartes del desarrollo social, sino como capital esencial en la construcción de un país. En su visión, la cultura no solo enriquece la mente y amplía perspectivas, sino que también preserva valores democráticos y solidarios que sostienen el tejido social.
Esta convicción se tradujo en un modelo de economía creativa: diseñar una infraestructura administrativa y financiera que garantizara la sostenibilidad de un espacio teatral único en el país. Desde la subvención del costo del boleto para democratizar el acceso, hasta la profesionalización del sector artístico y la dinamización de la agenda cultural nacional, la apuesta de Poma fue clara: convertir el Teatro Luis Poma en un ecosistema creativo, capaz de generar valor simbólico y económico a la vez, funcionando como escuela, oportunidad y hogar para la comunidad teatral.
En un país donde la producción artística se hace con recursos limitados, el Teatro Luis Poma introdujo estándares de calidad y continuidad. No solo ofreció funciones de jueves a domingo durante todo el año, también sembró la idea de que el teatro puede y debe ser una profesión digna, sostenida por infraestructura y visión de largo plazo.
A partir de esa primera llama, se abrió la necesidad de expandir el fuego hacia nuevas chispas que potenciaran al sector teatral. En ese horizonte confluyeron la visión de desarrollo social, la lectura atenta de la realidad artística local y la certeza de que los creadores salvadoreños necesitaban no solo reconocimiento simbólico, sino también medios materiales para concretar sus proyectos. De esa conjunción surgieron dos iniciativas fundamentales: en 2009 el Premio Ovación, orientado a impulsar la producción de espectáculos y proyectos escénicos, y en 2019 la Bienal de Dramaturgia, destinada a estimular la escritura de nuevos textos teatrales.
Ambos certámenes se convirtieron en plataformas que dinamizan la economía creativa nacional, al otorgar recursos económicos y condiciones de producción que han permitido que artistas escénicos den saltos cualitativos en sus trayectorias.
Muchas de las obras que hoy integran el repertorio contemporáneo salvadoreño habrían llegado a escena de todas formas, pero con mayores dificultades de producción y plazos más largos. Los premios funcionaron como un impulso decisivo: aceleraron los procesos creativos, brindaron condiciones materiales y permitieron que esas propuestas se concretaran con mayor solidez y proyección.
Más que un gesto de apoyo puntual, se trata de una apuesta por fortalecer las capacidades de los artistas, fomentar su profesionalización y abrir horizontes de creación que dialogan con la sociedad.
Lo insólito de fundar un teatro dentro de un centro comercial no se mide solo por la anécdota arquitectónica. Lo insólito es que esa decisión abrió un espacio vacío en el sentido más profundo: un foro donde los artistas y el público se encuentran regularmente, donde se construye una comunidad estética y ética.
El Teatro Luis Poma abrió otras posibilidades dentro del entramado teatral salvadoreño. Más que erigirse como un espacio monumental, se volvió un punto de cruce donde artistas, públicos y obras empezaron a dialogar de manera sistemática. La programación, constante desde 2003, ha permitido transitar por repertorios clásicos, pero también por dramaturgias locales y latinoamericanas, por el teatro de títeres y de objetos, por narrativas de memoria histórica y por comedias que interpelan la vida contemporánea. Esa heterogeneidad se ha traducido en un horizonte compartido: pensar otros temas para el teatro salvadoreño y explorar lenguajes que antes no encontraban un lugar estable para mostrarse.
La sala ha sido, además, un espacio de aprendizaje colectivo. Allí se han encontrado generaciones distintas de intérpretes y se han tejido vínculos que amplían las capacidades del medio escénico. No se trata solo de lo que sube al escenario, sino también de lo que ocurre alrededor: en el lobby del teatro se han realizado más de 80 exposiciones de artes visuales, convirtiendo el espacio en una galería abierta que conecta al público con otras formas de creación.
De este modo, el Teatro Luis Poma no solo ha sostenido una cartelera, sino que ha multiplicado la llama inicial en una práctica compartida: la de un teatro que dialoga con su tiempo, diverso en sus lenguajes y en sus públicos, y que sigue ensayando maneras de ampliar los horizontes culturales del país.
El fuego de Prometeo, al entregarse, no se extingue en el titán, sino que se multiplica en cada antorcha encendida. Así ocurre con el legado de Ricardo Poma. Hoy, esa llama está en manos de sus herederos, quienes continúan al frente de las empresas y de la Fundación Poma.
También está en quienes trabajamos en el Teatro Luis Poma, manteniendo vivo el espacio, sosteniendo su programación, abriendo puertas a nuevas generaciones. Pero, sobre todo, ese fuego es compartido con cada espectador que cruza las puertas del teatro, con cada creador que sube al escenario, con cada joven que sueña con hacer del arte su vida. La chispa de Ricardo Poma no es un patrimonio exclusivo, es un bien común que nos recuerda que el teatro salvadoreño puede ser profesionalismo, calidad y permanencia.
Prometeo fue castigado por su osadía, pero la humanidad nunca devolvió el fuego. Al contrario, lo convirtió en lenguaje, en cultura, en civilización. En El Salvador, Ricardo Poma asumió el riesgo de ir contra la corriente, de apostar por la cultura cuando era más sencillo seguir el camino del mercado. Hoy, mientras despedimos a un hombre que creyó en el poder transformador del arte, nos toca a nosotros mantener viva esa llama. El fuego de Prometeo no se apaga: se multiplica en cada escenario iluminado, en cada butaca ocupada, en cada aplauso que confirma que el teatro sigue siendo necesario.
Ese es el legado de Ricardo Poma: un fuego compartido que nos obliga a cuidar, a transmitir y a encender, una y otra vez, en nombre del teatro salvadoreño.
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