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Nigeria: el calvario silencioso de los cristianos

Frente a esta realidad, el mundo empieza, tímidamente, a prestar atención. Algunos medios y organismos internacionales han reconocido que Nigeria vive una de las crisis de persecución religiosa más graves de nuestro tiempo.

La sangre de los cristianos en Nigeria se está derramando en silencio mientras buena parte del mundo mira hacia otro lado. Para muchos, la persecución religiosa parece un fenómeno lejano, casi histórico. Sin embargo, hoy, en pleno siglo XXI, Nigeria se ha convertido en uno de los lugares más mortíferos del planeta para quienes confiesan el nombre de Cristo.

Organizaciones especializadas en libertad religiosa y persecución señalan que cada año son asesinados miles de cristianos en Nigeria. Un informe reciente habla de más de 7.000 cristianos nigerianos asesinados solo en los primeros 220 días de 2025, un promedio de 32 al día. Otra organización nigeriana de derechos humanos, Intersociety, estima que entre 2009 y 2023 han sido asesinados al menos 52.000 cristianos, atacadas más de 20,000 iglesias y escuelas cristianas, y decenas de miles de creyentes han sido secuestrados. Detrás de estas cifras hay rostros, nombres, familias que hoy lloran. Hay madres que no verán volver a sus hijos del culto dominical, pastores que no regresaron de una vigilia, aldeas completas que han sido borradas del mapa.

La violencia contra los cristianos en Nigeria es compleja. No puede reducirse a un solo factor. Se entrecruzan al menos cuatro dimensiones: el extremismo islamista, los conflictos étnico-territoriales, la debilidad del Estado y la instrumentalización política de la religión. En el noreste actúan grupos como Boko Haram y la facción local del Estado Islámico. Su ideología es abiertamente anticristiana: buscan imponer una versión radical de la sharía, expulsar la presencia cristiana y castigar todo lo que identifiquen como «occidental». Iglesias son bombardeadas o incendiadas, aldeas cristianas arrasadas, pastores secuestrados y ejecutados, niños utilizados como rehenes o incluso como instrumentos de terror.

En la franja central del país la violencia adopta otra forma. Allí el conflicto entre pastores fulani (en su mayoría musulmanes) y agricultores (con una fuerte presencia cristiana) se mezcla con la crisis climática, la lucha por la tierra y la impunidad. Lo que en apariencia es una disputa por los recursos se convierte, en la práctica, en ataques sistemáticos contra comunidades cristianas: aldeas atacadas de noche, casas incendiadas, cultivos destruidos, poblaciones desplazadas. 

A todo esto se suma la debilidad del Estado nigeriano. Zonas rurales inmensas carecen de presencia efectiva de fuerzas de seguridad. La corrupción y la fragmentación institucional permiten que grupos armados actúen durante horas sin que nadie intervenga. Diversos informes internacionales señalan que la respuesta estatal ha sido insuficiente o incluso negacionista respecto a la dimensión religiosa de muchos de estos ataques. 

Los abusos son múltiples y extremos. No se trata solo de asesinatos, sino también de masacres comunitarias en aldeas mayoritariamente cristianas, secuestros de pastores, niñas y niños; muchos son usados para obtener rescates, otros forzados a la conversión al islam o al matrimonio con musulmanes. Violencia sexual contra mujeres y niñas, utilizadas como botín de guerra. Destrucción de iglesias, escuelas, clínicas y casas, dejando a miles sin hogar ni medios de vida.

Es importante subrayar que las víctimas no son solo de una denominación. Entre los muertos y desplazados hay católicos y evangélicos, pentecostales y anglicanos, Iglesias Históricas y comunidades independientes africanas. Para los atacantes, basta con que una aldea sea identificada como cristiana para convertirse en objetivo.

Frente a esta realidad, el mundo empieza, tímidamente, a prestar atención. Algunos medios y organismos internacionales han reconocido que Nigeria vive una de las crisis de persecución religiosa más graves de nuestro tiempo. Se habla de un «epicentro mundial del martirio cristiano». Sin embargo, la reacción global sigue siendo débil, fragmentada e intermitente. Este silencio duele. Duele a las familias que entierran a sus muertos. Duele a las comunidades que celebran el culto dominical bajo la amenaza de un ataque. Duele al Cuerpo de Cristo, que debería sentir como propio el sufrimiento de sus miembros.

¿Qué podemos hacer desde lejos? En primer lugar, informarnos. Conocer los datos no es morbo; es un acto de responsabilidad. En segundo lugar, dejar que la realidad toque nuestra conciencia: permitir que estos hermanos y hermanas crucificados entren en nuestra oración personal, familiar y comunitaria. En tercer lugar, dar voz a quienes no la tienen, compartiendo información veraz y apoyando a organizaciones serias que trabajan con la iglesia perseguida. Que los sufrimientos de los cristianos en Nigeria no nos deje indiferentes.

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