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Volver, volver, volver

A once meses en El Salvador, Ernesto y Eneyda se sienten en paz.

Conocí a Ernesto y Eneyda en Italia, durante el Jubileo. Nos mantuvimos en contacto y me han permitido compatir su historia. Como siempre, los nombres han sido cambiados para mantener la privacidad.

Ernesto es uno de los tantos salvadoreños que se marcharon con visa y se quedaron sin permiso en Estados Unidos. A pesar de sus esfuerzos, Ernesto sólo logró la famosa «Green Card». Su esposa, Eneyda, es ciudadana estadounidense de dos generaciones y, por lo tanto, sus dos hijas lo son también.

La madre de Eneyda emigró a Los Ángeles, junto con sus padres, durante la guerra civil salvadoreña. Sus abuelos eran ciudadanos estadounidenses, de una familia de clase media. Al migrar, trabajaron en el área de limpieza de oficinas, pero eventualmente, el padre de Eneyda consiguió trabajo como gerente en una reconocida cadena de comercio minorista. Luego, inició su propia empresa de importación de productos nostálgicos. Él está jubilado y vive en una zona de clase media-alta de California.

Eneyda conoció a Ernesto en la parroquia a la que ambos asistan. Ella trabajaba en una ONG Católica reconocida mundialmente . Ernesto, que queria una mejor vida fuera de El Salvador, comenzaba su empresa de jardinería después de haber estudiado paisajismo en un community college. Aunque no tenía «green card», estaba asociado con un amigo. Eneyda insiste que fue ella quien marcó la pauta para casarse. «Él no quería que yo pensara que se quería casar conmigo por los papeles». Sin embargo, Eneyda sabía que ambos se amaban y se casaron en el 2012. Del matrimonio nacieron dos hijas, Ashley, que tiene 12 años, y Jenna, de 10.

En enero deportaron a un amigo de Ernesto. La esposa llegó histérica a la casa de la pareja. «Algo presentimos», dice Eneyda, «y decidimos que no nos iba a pasar a nosotros». Ernesto vendió su parte de la compañía de jardinería a su socio y regresó a El Salvador ni dos semanas después. Se compró una casa en un residencial de clase media, pero que ofrece piscinas y cerraduras con claves de seguridad. El resto lo colocó en certificados a plazo en la banca salvadoreña. «No queríamos ser el típico retornado que gasta todo lo que tiene», dice. La jefa de Eneyda le permitió trabajar virtual y viajar a Estados Unidos cada dos meses. En febrero toda la familia estaba en El Salvador.

Ernesto trabajó hasta abril en un call center, pero ahora ofrece servicios de jardinería y paisajismo gracias al programa SAS. «Obviamente, no cobro ni gano como allá, pero he sido realista. Eneyda es la que, realmente, sostiene la casa, pero gano lo suficiente para extras, muchos extras».

Ambos admiten tener ventajas sobre muchos retornados, comenzando por el hecho de que la familia de Ernesto nunca emigró y tienen toda una estructura familiar en El Salvador. Siempre hablaron español en casa y sus hijas rápidamente perdieron su «acento gringo». Ambos también tenían amigos «hermanos lejanos» y aprendieron de sus errores. «Tengo uno», dice Ernesto, «que se mudó a una zona de gente pudiente. El dinero en El Salvador te puede comprar muchas cosas, pero no que te acepten socialmente, y la gente te aconseja mal. Cometes errores. Por eso escogimos este vecindario y veremos como crecemos».

Pensaron también en matricular a sus hijas en un colegio bilingüe, pero optaron por un colegio católico en su lugar. «Decidimos», dice Eneyda, «que aprovecharíamos el enfoque social del colegio para que nuestras hijas fueran mejores seres humanos. De paso, estamos ahorrando para que puedan ir a la universidad en Estados Unidos y también para que puedan visitar a mis padres y hermanos».

Eneyda planea viajar con las niñas una vez al año a Estados Unidos. «Sin embargo, en el verano, cuando fuimos a Roma, fue una experiencia hermosa. Vacaciones que no nos hubiéramos podido permitir en Estados Unidos por el estado migratorio de Ernesto».

¿Qué piensan de El Salvador?

«No somos los típicos «retornados», dice Eneyda. «No puedo decir que El Salvador es «maravilloso». Hay muchos temas estructurales que no se han resuelto desde la guerra. Pero decidimos «volver, volver, volver» , como dice el tango, y preferimos no juzgar ni comparar. Les hemos explicado a las niñas el porqué y tenemos cuidado de que no exhiban actitudes prepotentes o arrogantes. Están felices en su colegio y yo me estoy tomando el tiempo para llegar a conclusiones. Estamos para largo. Las cosas no son blancas y negras más que en la fe».

Ernesto tiene otro punto de vista. «Yo no quería regresar y me he tenido que tragar mi orgullo y dejar que mi mujer me mantenga. Pero siento alivio y le agradezco a Dios que Eneyda me ha apoyado y hecho lo imposible para que estemos juntos. A mí me encanta el país. Con Eneyda diferimos en muchas cosas, pero es de siempre».

Les pregunto si hubieran retornado si Eneyda no hubiera podido mantener su trabajo. Ambos ríen. «En realidad», dice Eneyda, «mantener mi trabajo fue el regalo que Dios me dio. Yo no esperaba mantenerlo. Por eso decidimos ser sobrios y lo seguimos siendo. Tengo amigos que están siendo afectados por el cierre del gobierno federal y yo aquí estoy en la gloria. La vida es impredecible y uno debe ajustarse a las circunstancias. Esa creo que ha sido la clave de nuestro éxito: expectativas realistas, bajo perfil y saber quiénes somos».

El único lujo que se han permitido es la membresía a un pequeño club privado. «Necesitamos un lugar para ir a la playa, y la renta por días es muy cara en el país», explica Ernesto. Sin embargo, no dejan de recalcarle a sus hijas que es un privilegio. «Les repetimos constantemente que no tienen más derechos que un salvadoreño, que son ellas quienes tienen que acomodarse socialmente, no al revés. La arrogancia de muchos retornados y hermanos lejanos es su caída».

A once meses en El Salvador, Ernesto y Eneyda se sienten en paz. Ashley acaba de ser nombrada monaguillo en su parroquia y Jenna («Jenny aquí», dice Ernesto con humor) está a punto de hacer la Primera Comunión. Las niñas ríen con sus vecinas mientras se lanzan «en bomba» a la piscina y Eneyda saluda a todo mundo y ríe cuando le digo que tiene madera de alcalde.

«No», me dice. Luego piensa. «Sin embargo, quiero comenzar algo el otro año para ayudar a aquellos que regresan. Regresar con la información y actitud correcta cambia las cosas. Sobre todo, quiero que vean volver como una oportunidad, no como una tragedia».

Educadora.

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