Así, cada vez más, el trabajo parece ser una simple transacción de esfuerzo por dinero
Así, cada vez más, el trabajo parece ser una simple transacción de esfuerzo por dinero
Hace poco tiempo, en el marco de la planificación para una capacitación, hablaba con el gerente de una empresa que emplea, principalmente, gente joven. Salió el tema de cuáles incentivos tenían más éxito a la hora de motivar a sus colaboradores para dar la milla extra, para comprometerse más con el trabajo. Paradójicamente, me explicaba que no les interesaban ni los ascensos ni las compensaciones económicas (horas extras, bonificaciones), sino, principalmente, tiempo libre.
Es decir, que lo que les motivaba a trabajar más y mejor era… dejar de trabajar. Una de las conclusiones que se pueden extraer, que coinciden con recientes estudios, es que el empleo, el trabajo, ha dejado de ser para algunas personas una fuente de sentido, de identidad, de valor para la vida. Como si las tornas se hubieran girado y el trabajo fuera “el” entretenimiento, un mal necesario de obligatorio cumplimiento para poder contar con los fondos necesarios y poder disfrutar de la vida sin restricciones de obligaciones ni horarios.
Así, cada vez más, el trabajo parece ser una simple transacción de esfuerzo por dinero. Un negocio que deja fuera consideraciones de sentido, servicio, identidad personal, etc. Una manera de ver las cosas que hace que los trabajos más apreciados no sean aquellos en que la persona puede realizarse o encontrar sentido, sino… los que a menor esfuerzo y menor dedicación de tiempo “producen” más dinero.
Quizá por ello no hay que extrañarse por la “volatilidad” laboral de las nuevas generaciones (que cambian de trabajo como cambian de camisa), ni de la inestabilidad en los puestos de trabajo, pues por unos centavos dejan un empleo por otro, casi sin despeinarse. Como sea, parecería que en las nuevas generaciones se ha instalado un discurso, por decirlo de algún modo, anti trabajo.
Sin embargo, ante un grupo de la población que se mueve con una mentalidad anti trabajo -como cada acción engendra su reacción-, también se pueden encontrar jóvenes comprometidos cien por ciento (literalmente) con su trabajo. Tan es así que todo lo que no tenga que ver con ello se deja de lado: relaciones familiares, entretenimiento, aficiones, servicio a la comunidad. Todo es trabajo y solo trabajo. Una postura que ha recibido incluso una etiqueta: la actitud “grind”, donde esa palabra resume una mezcla de dedicación-exclusividad-empeño incansable-realización personal.
Como escribe un autor: precisamente por “la ubicuidad atosigante de las tecnologías, el grind se ve a sí mismo como una especie de monje que se aparta del mundanal ruido que produce internet, en el que se ahogan los débiles”… y logra, con este aislamiento rendir ciento por ciento en su trabajo, pero solo en su trabajo”.
Entonces, si bien el “antitrabajismo” produce seres egoístas y socialmente aislados, la mentalidad grind hace cuatro cuartos de lo mismo. En las dos situaciones hay una alienación, un vender el alma al trabajo (en un caso por defecto y en el otro por exceso) que tiene consecuencias sociales muy importantes: desconexión, ruptura de las familias, mínimas tasas de natalidad, consecuencias de salud pública, problemas psicológicos, soledad…
Una de las salidas a la situación descrita podría ser reestablecer el verdadero, el sentido más humano, tanto del trabajo como del ocio. Reordenar los términos y lograr “trabajar para vivir” en lugar de “vivir para trabajar”; o, también, poner el trabajo en su sitio y no intercambiarlo más con el entretenimiento como aquello que da sentido a la vida de las personas.
Desde esas dos perspectivas extremas la vida real se contempla como el paisaje poco definido y además cambiante, que pasa a toda velocidad desde la ventana de un tren que va avanzando vertiginosamente (el trabajo o el ocio) sin saber a ciencia cierta hacia dónde se dirige, y -en último término- sin que a ninguno de los viajeros les preocupe de verdad su destino.
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