Muchas veces no entendemos que los mejores regalos no son necesariamente los más agradables.
Muchas veces no entendemos que los mejores regalos no son necesariamente los más agradables.
Esta es una historia que me contó hace años un colega. Era hijo de una familia de la zona del Sumpul. Sus padres, a quienes realmente no les interesaba la política, pensaron que, manteniendo la boca callada, podrían pasar la guerra en su pequeña hacienda, dándole al Ejército lo que pidiera y a la guerrilla lo mismo. Eso duró hasta la noche en que llamaron a su madre para avisarle que habían encontrado a su padre en una quebrada, atado de pies y manos, con un balazo en la cabeza.
Su madre, él y su hermana se convirtieron en tres de los miles de desplazados. Pero su madre, que había estudiado en la UES antes de que la cerraran y era contadora, tras un par de semanas en un campamento de refugiados encontró trabajo. Arrendó un apartamentito en la Zacamil (que no era un remanso de paz entonces, pero en fin…) y comenzó a rehacer su vida con tanta pericia que, para mediados de los años ochenta, era gerente de sucursal de la entonces banca nacionalizada y estaba pagando una casita en la entonces novedosa Ciudad Merliot. Su vida eran Roberto, mi amigo, y Roxana, su hermana, hasta que apareció el “gringo”.
El “gringo” era periodista y estaba cubriendo la guerra en el país. Se enamoró perdidamente de la mamá de Roberto. Antes de cumplir un año se casaron y, cuando él terminó su asignación, se los llevó a vivir a Estados Unidos, a Oregón. Una vez arreglada la situación migratoria de su nueva familia, se los llevó a Europa, donde cubrió la reunificación de las dos Alemanias.
Roberto dice que para él, en su infancia y adolescencia, Wayne fue su padre en todo sentido, no solo porque tenía recuerdos vagos de su padre biológico, asesinado cuando él tenía cinco años, sino porque Wayne los integró plenamente a su familia nuclear —tenía dos hijos varones de un matrimonio previo— y extendida. Les dio viajes, gustos y siempre trató a su madre como a una reina. Era autor de varios libros, además de sus artículos publicados en importantes rotativos, así que vivían holgadamente.
Una mañana de 1992, Roberto escuchó el ruido de platos quebrándose en la cocina. No le prestó mucha atención. Luego oyó los gritos de Wayne. Corrió al primer piso y encontró a su madre tendida, sin vida. Había muerto instantáneamente por la ruptura de un aneurisma.
Wayne siguió siendo el padre que siempre había sido. Roxana aún estaba en secundaria y era la niña de los ojos de Wayne. Pero Roberto sufrió una seria crisis de identidad. Se refugió en el alcohol y las drogas. Wayne lo internó en clínicas de rehabilitación, pero finalmente terminó en la cárcel por un hurto menor durante la temporada navideña. Wayne pagó la fianza, pero cuando llegó a casa le entregó un regalo para nada agradable: un boleto de avión para el 23 de diciembre de 1993 y la noticia de que se iría a vivir al pueblo de su madre y que no debía esperar más ayuda de su parte.
Roberto vomitó todas las groserías de su vocabulario, hizo añicos su cuarto y el bar de Wayne, y rompió una puerta de un puñetazo. Con una calma imperturbable, Wayne le dijo que o se subía a ese avión o volvía a la cárcel, esta vez con una demanda de él. En un momento dado, Roberto fue a ver a Roxana y le pidió una última Navidad juntos, jurándole que iba a cambiar.
—No, Roberto —le dijo su hermana, con la voz ahogada en lágrimas—. Eso es mentira. La vas a pasar con el alcohol. Debes irte mañana.
Se subió al avión. Al aterrizar, el choque cultural fue masivo: el calor tropical, el bus donde había llegado todo el pueblo a recogerlo, la casa de bajareque y ladrillo visto. Le aterrorizó el baño de fosa. Apenas tuvo acceso a un teléfono, llamó a Wayne —cobrándole a él, por supuesto— para decirle que se arrepentía, que lo dejara regresar. Wayne le colgó. Llamó a Roxana. También le colgó.
Roberto odió a su padrastro y a su hermana con toda su alma. Tomó los últimos dólares que tenía y se fue a San Salvador. Había dejado a medias una carrera de Administración de Empresas en Oregón y, milagrosamente, consiguió trabajo con la entonces ONUSAL. Trabajó como traductor hasta que la misión salió del país en 1995 y terminó su carrera a distancia. Creció laboralmente y llegó a ser gestor de proyectos con ONG y la empresa privada. Se casó, tuvo tres hijos y dos perros.
Nunca volvió a hablar con Wayne y solo esporádicamente con Roxana, a pesar de que aproximadamente al año ambos intentaron comunicarse. Se negó a asistir a la boda de su hermana.
—En mi mente —dice Roberto—, me habían sacado de su vida porque yo era un problema.
En 2022, Roberto recibió un WhatsApp de Roxana. Wayne estaba con cuidados paliativos y quería hablar con él. Le enviarían el dinero para el boleto. Roberto accedió a ir, pero pagando él mismo. Lo recibieron Roxana y sus hermanos adoptivos, quienes lo abrazaron como si fuera el hijo pródigo. Wayne estaba en un hospicio, con cánula de oxígeno y múltiples monitores conectados. Le pidió que le tomara la mano y le dijo:
—Yo sabía que me ibas a odiar de por vida, pero como estabas llevando tu vida, la ibas a perder aquí. Preferí que tuvieras una, allá.
—En ese momento —dice Roberto— me di cuenta de que había vivido por años con un resentimiento adolescente. Al obligarme a ver cómo sobrevivía por mí mismo, Wayne me hizo exitoso.
Tuvo dos días para agradecerle y despedirse. Luego regresó a El Salvador, prometiendo mantener el contacto y llevar a su familia de visita.
Casi un año después, recibió otro mensaje de Roxana, con la misteriosa indicación de comunicarse con alguien en un banco panameño. Wayne había depositado fielmente las regalías de un libro en una cuenta a la que Roberto tuviera fácil acceso. El libro era una novela basada en la historia de amor con su madre, y la suma no era nada despreciable. Por el momento, Roberto no ha tocado ese dinero. Quiere usar una parte para la educación de sus hijos y otra para crear una fundación en honor a su padrastro.
—Ahora, cuando recuerdo aquel 23 de diciembre de 1993, me doy cuenta de que Wayne y mi hermana me regalaron una vida —me dice—. Muchas veces no entendemos que los mejores regalos no son necesariamente los más agradables.
Educadora.
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