La Iglesia debe adoptar forma de una nueva arca que proteja a los más vulnerables cuando arrecian las aguas.
La Iglesia debe adoptar forma de una nueva arca que proteja a los más vulnerables cuando arrecian las aguas.
Las lluvias en El Salvador son cada vez más intensas. No se trata de una simple percepción, sino de una realidad respaldada por la ciencia del cambio climático. A medida que la temperatura del planeta aumenta, los mares que rodean a Centroamérica se calientan más, y esas superficies marinas más cálidas liberan mayor cantidad de vapor de agua y energía hacia la atmósfera. Ese exceso de vapor asciende rápidamente y, al encontrarse con la cadena volcánica salvadoreña, se condensa en lluvias de gran intensidad.
Por cada grado que aumenta la temperatura global, se genera alrededor de un 7 % más de vapor de agua, el cual es «exprimido» por el relieve montañoso de nuestro país. Según el Panel Intergubernamental sobre el Cambio Climático (IPCC), los episodios de precipitación ya son más intensos en el Triángulo Norte de Centroamérica y continuarán agudizándose en los próximos años. Este fenómeno es distinto de los ciclos naturales del Niño y la Niña, que seguirán modulando las temporadas lluviosas; sin embargo, ahora se suma el calentamiento global, haciendo que cada tormenta descargue más agua en menos tiempo.
Al cambio climático hay que agregar otros factores como la deforestación, la expansión urbana, la utilización de tierras en otro tiempo protegidas, que reducen la filtración del agua y aumentan las escorrentías. El diseño hidráulico de nuestras ciudades se hizo, casi en su totalidad, para tormentas «promedio» de años anteriores. Si sube la intensidad de la lluvia, pero también la impermeabilización por concreto y asfalto, el caudal supera la capacidad de los drenajes y vienen las inundaciones donde antes no las había. Los desbordamientos en construcciones nuevas no son un asunto de mala suerte, sino de un desajuste entre la realidad climática y los cálculos hidráulicos de las nuevas obras.
Pero el análisis técnico no basta. Desde la fe, esta realidad exige una lectura más honda. La Biblia recuerda que «la tierra es del Señor» y que fuimos puestos como mayordomos para labrarla y cuidarla. La afirmación de Pablo de la creación que «gime», es la constatación de una creación herida. Por eso, ante cada inundación, el primer gesto cristiano debería ser la protección de las víctimas, acompañar el dolor y discernir caminos de conversión personal y social. La Iglesia debe adoptar forma de una nueva arca que proteja a los más vulnerables cuando arrecian las aguas.
Hay, además, un dato moral que no se debe eludir: suelen sufrir más quienes menos responsabilidad tienen en el problema. Familias que viven en laderas inestables, comunidades a la orilla de barrancos, colonias sin drenaje adecuado o sin áreas verdes que absorban la escorrentía. Cuando el pecado se institucionaliza —en la permisividad urbanística, en la tala de árboles, en el abandono de manglares que actuaban como esponja— se vuelve injusticia estructural. Y el profetismo bíblico es claro: «Que el derecho corra como las aguas y la justicia como arroyo inagotable».
¿Qué implica esto para los cristianos? Primero, prudencia: Jesús elogió a quien edifica sobre roca, no sobre ocurrencias. Traducido hoy: actualizar estándares de diseño, abrir espacio a lagunas de laminación, proteger riberas, reforzar cunetas de ladera y evitar construir en áreas protegidas. No hay espiritualidad auténtica que desprecie la buena ingeniería.
Segundo, incidencia pública. Defender el bien común no es un apéndice de la misión, es su verificación pública. Exigir cisternas de detención en puntos críticos, proteger las zonas de absorción y ordenar el uso del suelo no «politiza» la fe: la encarna en amor eficaz. Tampoco vale refugiarse en el consabido «solo el Señor puede». La gracia no deroga la física; la sana doctrina reclama sana construcción. La conversión ecológica y urbana es espiritualidad en acción: oración que se vuelve obra, presupuesto y mantenimiento; liturgia que desemboca en drenajes adecuados, manglares restaurados y riberas despejadas.
No elegimos cuánta lluvia cae en una hora, pero sí podemos elegir cómo nos preparamos, dónde edificamos y a quiénes ponemos en el centro. Si los más vulnerables son tomados en consideración, la prevención se vuelve acto de fe. Que, cuando las aguas suban, no se nos recuerde por excusas piadosas, sino por haber hecho lo correcto, que el derecho corrió como aguas y que nuestras ciudades, por fin, respiraron aliviadas.
Pastor General de la Misión Cristiana Elim.
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