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Tercer Domingo de Adviento: ¡Alégrense!

Tenemos un llamado al cambio, a recibir ese don que Dios nos regala de “alegrarnos”, y a agradecer en familia ese amor puro e infinito que Él nos da.

La vela rosada, única en su color dentro de la corona compuesta por tres velas moradas y una rosada, simboliza precisamente esa “alegría de esperanza”. Al ser más luminosa que el morado tradicional, representa un descanso espiritual, un respiro que anima a continuar el camino con renovada fe. El término Gaudete proviene del latín y significa “Alégrense”. A diferencia del tono más penitencial de las semanas anteriores, este domingo irrumpe con un llamado al gozo, recordando a los fieles que la llegada del Señor está cada vez más cercana.

Estamos de fiesta, y qué mejor oportunidad la que Dios nos da para poder cambiar en el amor hacia Él. Así como en este tercer domingo de Adviento aparece una vela rosada, así también Dios nos llama al cambio, a alegrarnos en Su amor. Debemos, como católicos, ser barro para que Dios lo amase según Su voluntad. Lamentablemente, el consumismo desenfrenado nos confunde totalmente: calles y centros comerciales atiborrados de personas pensando en banalidades, licores, fiestas, reuniones, regalos y comilonas, todo tan efímero como la vida misma. Mientras tanto, Dios nos invita a alegrarnos, a recordar que Su venida está cerca y que Su amor es eterno.

Es un llamado a la sencillez, a la austeridad, a vivir la Navidad en todo el significado de la palabra. Cuando escribo esta columna, pienso mucho en cómo el tránsito de la vida, según la edad, va cambiando nuestra visión, aunque la tradición se mantenga. Pero más que tradición, se trata de buscar en cada época de la vida tener nuestro pesebre personal, donde seamos santos por lo bueno que Dios es con nosotros; de vivir el nacimiento del Señor en la simplicidad y sencillez con que Él nació, imitando a los pastores y a los Reyes Magos, teniendo la oportunidad de dar, no cosas materiales, sino aquello que nace del corazón.

Debemos entender que este tercer Domingo de Adviento está llamado a vivirse todos los días de nuestra vida: a ser velas rosadas en la oscuridad de un mundo complicado. Un mundo complicado no por el planeta, sino porque cada persona es un mundo, y cada ser humano necesita luz. Podemos ayudar y ser luz, especialmente en estos tiempos de pobreza, enfermedad, víctimas de accidentes de tránsito, marginados, grupos vulnerables, familias desprotegidas, deportados, enfermos, huérfanos, viudas, ancianos en soledad y abandono, y también un grupo muchas veces olvidado: los privados de libertad y sus familias, que en ocasiones ni siquiera saben de ellos.

Que esta alegría que la Iglesia nos manda vivir sea transformadora, que lleve luz tal vez a donde no lo imaginamos, pero una luz que nazca de nuestro interior. A pesar de las adversidades que vivimos, estamos llamados a la mansedumbre de aceptar lo que Dios desea. Tenemos una oportunidad única de mimetizarnos con el amor de Dios, de comprender que estas fechas no son de luces, árboles y distracciones, sino de aprender a ser velas que iluminan los pasajes oscuros de la vida de otros.

Tenemos un llamado al cambio, a recibir ese don que Dios nos regala de “alegrarnos”, y a agradecer en familia ese amor puro e infinito que Él nos da. No esperemos voces ni apariciones a nuestro antojo; limpiemos nuestros ojos de dudas e incertidumbres para ver más allá. Dejemos de buscar espiritualidades baratas donde Dios no es el motivo de la celebración ni de nuestra alegría, sino cosas superficiales. Está bien disfrutar de una cena, reunirnos y compartir; y, aun así, Dios, en su infinita gracia, nos llama a no perder la oportunidad de vivir en gracia con Él.

Ante tantos problemas de salud mental, ansiedad, depresión o melancolía, podemos preguntarnos: ¿cómo es posible estar “alegres”? Pues simplemente por el hecho de recibir el amor de Dios y de vivir nuevamente Su nacimiento. Somos sabedores de que la vida no es nuestra, sino que Dios dispone de nuestros días. En nosotros queda buscar esa felicidad.

Lamentablemente pareciera que no entendemos—o posiblemente que yo no entiendo—y seguimos cual ciegos, sordos y mudos, en vez de abrir no solo los ojos, sino también el corazón; abrir los oídos para escuchar la voz de Jesús y abrir los labios para proclamar Su nacimiento. Esta es una oportunidad única de nacer junto a Él. Ya estamos a pocos días de esa gran celebración: tenemos tiempo, tengo tiempo de prepararme.

Médico.

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