Durante mucho tiempo el campo proveyó de alimentos a pueblos y ciudades.
Durante mucho tiempo el campo proveyó de alimentos a pueblos y ciudades.
La vida cotidiana transcurre entre rutinas que cambian lentamente, quizá por eso no somos conscientes de los cambios. La cocina y la comida son elementos fundamentales para la vida de los humanos. A diferencia de los animales que consumen directamente los alimentos que consiguen en el campo, los humanos cultivamos o compramos, pero la mayor parte de las veces debemos procesarlos. Tenemos un espacio específico para hacerlo porque muchos de nuestros alimentos deben ser cocinados. Cocinar supuso un esfuerzo adicional, pero amplió considerablemente las posibilidades de consumo, la cocción facilita la digestión de muchos alimentos, ya sean de origen vegetal o animal. Además, destruye microorganismos dañinos.
Hoy en día, nadie se preocupa por encender el fuego en la cocina. Sin embargo, tener esa capacidad pudo ser cuestión de vida o muerte para nuestros ancestros, como bien lo muestra la excelente película “En busca del fuego” (1981) de Jean Jacques Annaud. Durante milenios, la madera fue la primera fuente de energía usada. En el campo, la tarea de llevar la leña para la cocina se dividía entre hombres y mujeres. En fincas y haciendas, el zacapín se encargaba de acarrear leña y zacate para las bestias. El fogón cocinaba la comida del día a día y las de días de fiesta o de luto. Debió pasar mucho tiempo para que la leña fuera sustituida por el gas propano y la electricidad. En todo caso, la cocción sigue siendo la base del arte culinario.
Actualmente damos por sentado que la comida se sirve en un plato. Tal cosa es relativamente reciente. Los primeros utensilios que tuvieron esa función fueron hechos de barro cocido. Los primeros eran extremadamente toscos, pero en cierto momento, aparecieron las inquietudes estéticas y se comenzó a decorarlos de diversos modos. Más tarde se usó el bronce y el hierro forjado. Para entonces, ya había claras diferencias sociales; las clases altas usaron oro y plata en sus vajillas. Hacia el siglo XV A.C., en Egipto se usaba el vidrio. La porcelana ya se utilizaba en China hacia el año 1000 D.C., pero era poco conocida en occidente. Sin embargo, se expandió hacia el siglo XV, en el marco de la primera globalización. Durante mucho tiempo fue un objeto de lujo en la América colonial; la traía el famoso Galeón de Manila. Se le conocía con el genérico “platos de china”. Como eran tan caros requerían un mueble especial para guardarlos: el chinero, nombre que aún se usa para ciertos muebles.
Sin embargo, el grueso de la población comía y bebía en humildes cacharros de barro o usaban la cáscara dura de los frutos de morro. Por eso era tan común que en el patio del rancho hubiera un árbol de morro; daba sombra y utensilios. Las mujeres utilizaban ciertos frutos de plantas rastreras del género Cucurbita para hacer guacales grandes en lo que recogían agua, en el oriente del país se les llama tarros. De la trepadora Lagenaria siceraria se obtenían los tecomates, empleados por los hombres para llevar agua a sus labores de campo. La variante regional del Niño de Atocha se representa llevando un tecomate. La producción industrial de los llamados “platos de peltre” abarató su costo y se hicieron muy populares; tenían llamativas ilustraciones, pero la capa de esmalte se desprendía con los golpes; más tarde fueron sustituidos por los de plástico que a su vez fueron reemplazados por los de melamina. Hubo un tiempo en que tener una vajilla Lenox era un lujo. Una historia del utillaje doméstico deja ver que las mismas funciones han sido asumidas por utensilios muy diversos; cada cambio refleja transformaciones técnicas, pero también mudanzas económicas y estéticas.
Al margen de cómo se cocina y en qué se sirve, lo más importante es qué se come. Durante mucho tiempo, las familias fueron alimentariamente autosuficientes; esto significa que debían conseguir — vía recolección, caza y pesca — lo que comían. Tendencia que se acentuó con el advenimiento de la agricultura y la ganadería. La autosuficiencia dio espacio para el trueque. Sólo cuando hubo cierta especialización productiva se llegó a comerciar. Frutos, semillas y carnes conformaban la dieta inicial. Yuval Harari afirma que la revolución agrícola no implicó una mejora en la dieta de los humanos; al contrario, se pasó de un consumo variado a uno centrado en granos que afectó la ingesta de nutrientes. Esta reducción fue en parte compensada con carnes, leche y pescado que no siempre estaban al alcance de todos.
Durante mucho tiempo el campo proveyó de alimentos a pueblos y ciudades. Todavía a inicios de siglo XX, era común que las familias pudientes residentes en la ciudad fueran surtidas de granos, lácteos y carnes desde sus haciendas, como bien dejan ver los textos de José María Peralta Lagos y Arturo Ambrogi. Pero no debemos olvidar que tales viandas no estaban al alcance de los peones. Solo en casos excepcionales, los patronos agregaban arroz o queso. Hacia 1920 era fama que en las haciendas de Arturo Araujo los peones tenían la mejor dieta de la costa. En todo caso, era común que los peones complementaran su alimentación recolectando frutos o cazando animales en las fincas. Según Augustine Sedgewick, en Santa Ana, James Hill eliminó de sus fincas los árboles frutales y los sustituyó con pepetos (ingas) aduciendo que los peones descuidaban el trabajo por buscar frutas. Y para que nadie entrara a sus propiedades introdujo la “picapica” (Mucuna pruriens) que provoca una insoportable picazón en quien la toque.
Para entonces, la dieta básica de los trabajadores salvadoreños era maíz, frijoles y arroz. Con suerte, se complementaba con huevos, verduras y queso. La ingesta de carne era limitada. Pareciera que en la segunda mitad del XIX se popularizó el consumo de café que se endulzaba con dulce de panela y más tarde con azúcar. En todo caso, la tortilla era obligada, de ahí que se denominara “conqué” a todo lo que la acompañara. Esta dieta básica se ampliaba o reducía según los niveles de pobreza. Recuerdo que los cortadores que llegaban a las fincas de café en tiempo de temporada se aprovisionaban de carne seca de res o pescado seco, todos muy salados. Los compraban porque eran muy baratos. Agregaban mucho chile a todas las comidas; era una manera de darle “sabor” a la tortilla y los frijoles.
En la segunda mitad del siglo XX comenzaron a proliferar los alimentos procesados industrialmente. Los chorizos de Cojutepeque fueron reemplazados por los embutidos. Hasta entonces, las bebidas gaseosas eran ocasionales y en el campo casi un lujo. De repente aparecieron los refrescos en polvo; la marca Fresquitop se popularizó. La introducción de la energía eléctrica en los pueblos del interior permitió ciertos gustitos, los bolis y charamuscas eran la delicia de los niños. En apariencia la dieta se diversificaba, en realidad iniciaba la era del consumo de edulcorantes y preservantes artificiales. Por ese camino llegamos a la proliferación de las chucherías y la comida rápida, a tal punto que los niños y jóvenes ya muestran preocupantes signos de obesidad.
Hoy día, hay lugares turísticos y restaurantes que atraen al comensal con platillos tradicionales; lo que antes era humilde comida del día a día, hoy distingue al fin de semana y días feriados. La cuajada, el chorizo, los tamales, la carne asada a las brasas y otros cobran nuevos significados. El fogón reclama de nuevo su espacio, aunque sea de manera ocasional y evitando al comensal las penurias del acarreo de la leña. Al volver a la leña, es como volver a los orígenes de la humanidad. Es por eso que el acto atávico de encender una hoguera nos remonta con facilidad a tiempos pasados. Nos caldea el cuerpo y conforta al espíritu.
Historiador, Universidad de El Salvador
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