Allá donde cada quien usa el disfraz que le conviene. Ya sea para engañar a los demás, esconder su risa o su tristeza o acaso su desconocida identidad.
Allá donde cada quien usa el disfraz que le conviene. Ya sea para engañar a los demás, esconder su risa o su tristeza o acaso su desconocida identidad.
Hurgando en baúles recuerdos del pasado, Mascarada encontró una fotografía suya de pocos meses de edad y, en efecto, vio en ella el rostro de un ángel. El mismo que habría robado la Parca para cubrirse la cara en el carnaval y no ser reconocida por aquellos que iban a morir o a perder su estrella. De la misma manera que la traición se pone la máscara de la lealtad; el odio la del amor; la mentira la de la verdad y la tristeza la de la felicidad. Todo, en medio del inmenso y mundano carnaval. Allá donde cada quien usa el disfraz que le conviene. Ya sea para engañar a los demás, esconder su risa o su tristeza o acaso su desconocida identidad. Esto, tanto en el amor, en la palestra del poder, en los fraudes financieros o para escapar de la faz que le dibujara su propio destino. Al ver Mascarada la fotografía el rostro del niño que fuera alguna vez, decidió ir al carnaval y buscar a quien lo había robado. En este caso, el ángel mensajero de la muerte. El mismo que deambula entre la multitud, buscando arrebatar la vida o la felicidad. “Sin rostro, sin risa y sin alma, ¿Para qué vivir?” -se preguntó. “Perdiéndote a ti mismo tu corazón quedó vacío. Más que vivir, olvidaste morir; más que reír olvidaste llorar” -respondió el luminoso espectro del cristal. (IL) de: “La Máscara que Reía.” ©
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