Las almas solas del desierto son como erguidos cactus de la vida. Desnudas como los hombres de páramo, se cubrieron de espinas y de rosas. Rudos y ásperos de su corteza, tienen suave y dulce el corazón. Florecen a la vida en la más completa soledad. Sin esperar aplausos, premios ni vanaglorias. Allá en la arena ardiente del páramo y del errante caminante. En la noche del árido paisaje tratan cual el mismo trigal de alcanzar su anhelo y las estrellas con sus ramas y espigas. Desamparadas sombras de la vasta existencia. Tan solos y altivos, cual silenciosos testigos de la Creación. Tan solas, sin aplausos, quedaron estas vidas en la tierra y en la Historia. Aquellos que dieran su ignorado florecer al sol, a pesar de cruentas tempestades. Desafiando al tiempo y las tormentas ofrendaron su fruto y desdeñado amor aquellos que el mundo y la vida acaso olvidó. Ellos, los humanos cactus hijos del desierto. Alejados del bullicio de distantes y resplandecientes ciudades y utopías. Hijos del silencio. Desnudos y lejanos hijos del amor. Desdeñados hijos del olvido. Eternamente solos. Eternamente humanos. El eco vagabundo del despoblado eterno arrastra sus voces como pájaros fantasmas. Que nombran con su canto la esperanza; que anuncian con su vuelo su tristeza; que pronuncian su anhelo de arena y de nevasca. Para que alguien les oiga. Quizá el cielo o algún piadoso dios de soledad como ellos.” (Libros Balaguer: Librería UCA; La Casita y Amazon).