La máscara y la diva, abrazados como la luz y la sombra.
Después de cada función se volvían a encontrar el bufón enmascarado y Estrella -la bailarina de la mirada sin luz. (O tal vez de una luz astral, celeste e inadvertible a los demás). Cada vez -al abrazarse- ambos cerraban sus ojos un instante para mirar su breve e invisible paraíso. Allá en la arena iluminada del eterno esplendor del circo de la realidad. La máscara y la diva, abrazados como la luz y la sombra; como la vida y la nada; como el deseo y el adiós. El drama de la invidente bailarina era haber nacido sin el albor de su mirada. El de Mascarada, por su parte, haber nacido sin el recuerdo de sí mismo y de ser tan sólo la borrada parodia de una máscara. Aún luciendo su maravillosa careta de oro seguiría siendo un ser sombrío. Si sólo hubiera tenido un rostro para llorar o ser feliz todo habría sido diferente. “La máscara fue feliz, menos yo” -escribía en su bitácora. “La razón es que ella se volvió el actor y yo devine en máscara. Es decir, troqué con ella mi propia gloria y felicidad. Yo actué al antifaz y el antifaz actuó al hombre que siempre quise ser…” No obstante, el espejismo de amar se volvió realidad -aun en la brevedad de la actuación- entre la encantadora danzarina y la risa dorada de la farsa. (XLI) de: “La Máscara que Reía.” ©
La realidad en tus manos
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