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La patria y Roque Dalton

Sí: El Salvador es una ficción. Pero es una ficción adorable. Yo me la creo.

La patria, para muchos, empieza en la infancia. Para mí, en Jocoro. Un pueblito con callecitas empedradas, toreadas en las fiestas, novias de ojos o de verdad, sin chats ni pantallas de por medio. Crecer allí era creer que la muerte solo le ocurría a los demás. Y sobre todo en una casa llena de libros: ahí comenzó mi obsesión por la lectura, esa patria portátil que nunca me abandonó.

Luego me fui a Costa Rica a estudiar la secundaria. Y seguí leyendo: la Biblia, historia, clásicos, de todo. A los 17 ya conocía a Huidobro, Neruda, Bécquer y a nuestro Alfredo Espino. Pero curiosamente, de Roque Dalton no sabía nada. De él supe gracias a mi hermano Geovani, que ya andaba en vueltas políticas. Lo primero que leí fue Poema de amor, y me estremeció. Después cayó en mis manos Miguel Mármol, sobre la matanza del 32, esa página oscura que mi educación formal había decidido saltarse. Y volví a estremecerme.

Como se dice en el cine, una cosa llevó a la otra, y terminé en la guerra. No engañado, no arrastrado. Lo mismo le pasó a Dalton: no fue que lo empujaran a ciegas, fue una generación que hizo lo que hizo convencida de que era lo correcto. El problema es que el sueño socialista justiciero acabó en pesadilla realizada. Y no por eso se hicieron dueños de la verdad los de enfrente, que mataban también convencidos de que defendían la patria y la democracia, aunque aquello se pareciera más a una máscara de hierro sobre regímenes represivos. Todo por la patria, decían.

Pero la patria —hay que decirlo sin miedo— es una ficción. Alguien trazó fronteras, compuso un himno (cuya introducción, por cierto, es un plagio descarado de la obertura de Guillermo Tell), y nos dio un nombre. Nos convencieron de que éramos diferentes de los vecinos, aunque no lo seamos. Y, sin embargo, nos llenamos de orgullo queriendo ganarles en fútbol, en productividad, hasta en guerras como la del 69 con Honduras, patriotas en ambos bandos.

Sí: El Salvador es una ficción. Pero es una ficción adorable. Yo me la creo. Me pone la  piel de gallina escuchar ese himno, aunque sea un plagio. Sufro con la Selecta, aunque pierda cuarenta mil veces. Amo estos ríos y volcanes, aunque me declare ciudadano del mundo. La patria es como una sociedad anónima  y como tantas ficciones inventada por el sapiens para sobrevivir. Y aun así, la quiero. Porque al final mi patria real son los recuerdos, los amigos, los libros.

Por eso no me mata que perdamos partidos, ni creo que debamos repetir guerras tontas con los vecinos,  entre nosotros, ni me trago que seamos mejores o peores que un hondureño, un nicaragüense, un chino. Pero carajo, amo esta ficción. Y ahí está Dalton, que me mostró la historia que nadie me contó.

Hace años, estando muy lejos de aquí, muerto de frío y de soledad, pensé en esta patria ficticia y querible. Y repetí, con los pelos erizados y los ojos húmedos, aquellos versos de Roque:

“País mío, vení, papaito país,

a solas con tu sol.

Todo el frío del mundo me ha tocado a mí,

y tú sudando amor, amor, amor.”

Al final, eso es la patria: una ficción hecha de recuerdos y palabras. Y como todas las ficciones queribles, hay que creerla para que exista.

Escritor salvadoreño

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