Hay mucho que las familias cristianas pueden hacer para mitigar el cambio climático. Es cierto que las acciones individuales, por sí solas, difícilmente corregirán las tendencias globales ni neutralizarán el impacto de las grandes corporaciones industriales; sin embargo, sí contribuyen a crear conciencia colectiva y reducir emisiones. Y, sobre todo, cuando entendemos que el cuidado de la creación es un mandato divino, cualquier esfuerzo a favor del medio ambiente se convierte en una expresión concreta de espiritualidad cristiana. Desde esta perspectiva, lo que las familias emprenden tiene valor en sí mismo y, además, produce frutos visibles.
Un ámbito clave en el que las familias cristianas pueden aportar es la alimentación. Adoptar hábitos más sostenibles —como reducir el consumo de carne roja, especialmente la de res— es una contribución significativa, dado que su producción genera altas emisiones de gases de efecto invernadero. No se trata de eliminarla por completo, si no se desea, sino de disminuir su consumo de manera consciente. Se estima que una familia que reduce a la mitad su ingesta de carne de res puede disminuir su huella de carbono anual en cientos de kilos de dióxido de carbono. También ayuda optar por alimentos locales y de temporada, lo que reduce la huella del transporte y fortalece la economía cercana.
En el hogar, los cambios tecnológicos y de uso responsable de la energía tienen un impacto directo. Un simple cambio de bombillos tradicionales a bombillos LED puede reducir la factura de electricidad hasta en un 75% y evitar emisiones equivalentes a cientos de kilogramos de dióxido de carbono al año. El costo inicial se compensa rápidamente con el ahorro energético. Asimismo, apagar luces y aparatos electrónicos cuando no se utilizan es una disciplina sencilla y efectiva. No se trata de vivir a oscuras, sino de utilizar la energía necesaria, en el momento preciso, con la mejor tecnología disponible. Cocinar con planificación reduce el consumo de gas o electricidad, ahorra dinero y disminuye el desperdicio de alimentos. Reparar fugas, cuidar el uso del agua y evitar el derroche también contribuye a mitigar el calentamiento global.
En materia de transporte, incluso pequeños cambios pueden marcar una diferencia mayor. Sustituir, cuando sea posible, un trayecto diario en automóvil por el uso de transporte público implica un ahorro significativo en emisiones. Compartir el automóvil con otras personas permite transportar a más pasajeros con menos vehículos, reduciendo así la contaminación y los costos de movilización. Caminar, usar bicicleta o preferir el transporte público antes que el vehículo privado no solo beneficia al ambiente, sino que refuerza el compromiso con el cuidado de la creación. La frugalidad evangélica no significa pobreza forzada, sino una vida sobria y agradecida, centrada en lo esencial. Este estilo de vida tiene consecuencias ambientales muy concretas: menos consumo, menor uso de energía, menos residuos. Vivir con sencillez libera recursos y reduce la presión sobre la Tierra.
Cuando muchas familias adoptan hábitos más responsables, se produce un efecto acumulativo: disminuye la demanda energética, se reduce la presión sobre los recursos naturales y se impulsa un cambio cultural hacia la responsabilidad ambiental. En este proceso, el legado que los padres transmiten a sus hijos es decisivo. Involucrar a niños y adolescentes en prácticas sostenibles —como reciclar, cuidar el agua, plantar árboles, participar en huertos urbanos— forma una conciencia generacional orientada a vivir como auténticos mayordomos de la creación. Una familia que cultiva parte de sus alimentos en casa reduce su huella de transporte, aprende a valorar los recursos y honra, con gestos concretos, su vocación cristiana.
Frente al cambio climático, el llamado no es solo a desarrollar sensibilidad ecológica, sino a una verdadera conversión espiritual. La conversión auténtica se refleja en cambios de hábitos, en una nueva manera de relacionarnos con lo creado y con el prójimo. Si cada familia cristiana asumiera la frugalidad como estilo de vida, el impacto sería profundo: menos contaminación, menos desperdicio, menos desigualdad y más gratitud. El cuidado de la Tierra no es un adorno opcional en la vida cristiana. Es parte del discipulado y del seguimiento de Cristo, quien nos enseñó a vivir con sencillez, a compartir con generosidad y a confiar en la Providencia de Dios.
Pastor General de la Misión Cristiana Elim.