El drama de los migrantes es otro espejo de esta deshumanización.
Por: Ricardo Lara
“He informado sobre 18 guerras a lo largo de 35 años. Me han disparado, me han secuestrado, me han amenazado y casi me han violado. He perdido amigos desde Sarajevo hasta Siria. Creía haber visto lo peor de la humanidad. Me equivoqué. Nada se compara con Gaza, ni con la complicidad que permite que ocurra”.
—Janine di Giovanni, autora y periodista en declaraciones a El País de España.
Lo anterior refleja la dura realidad que atraviesa parte de la humanidad. Y entonces cabe preguntarnos: ¿cómo hemos llegado a esto? ¿Cómo es posible que cerremos los ojos ante un genocidio tan evidente? ¿Dónde han quedado los valores mínimos para alzar la voz frente a guerras que, en realidad, ya no son guerras, sino exterminios? Todo sucede con la anuencia —activa o pasiva— de todos nosotros. Es digno reconocer que artistas, intelectuales y figuras públicas se atreven a denunciar, mientras el resto del mundo permanece anestesiado frente a una pantalla táctil.
Miremos a Ucrania: pareciera que el mal, aquel que creíamos desterrado para siempre, regresó disfrazado en un caballo de Troya. Todo aparenta normalidad, mientras en nombre de la religión, el dinero o el poder se cometen atrocidades. Organismos creados para evitar tragedias semejantes actúan como ciegos, sordos y mudos.
La muerte ya no nos sacude. Hemos olvidado que cuando muere una sola persona, muere el mundo entero; y que cuando se salva a alguien, el mundo vuelve a vivir. La vida no es una estadística: la muerte es cualitativa, no cuantitativa. Pero hemos perdido la empatía, ya casi nadie se pone en los zapatos del otro. La indiferencia y la anestesia del alma han vaciado nuestra humanidad.
El mundo cerró los ojos. No advertimos que el llamado “nuevo orden” se edifica sobre el dolor y la muerte. Las banderas que deberían unir a los pueblos hoy parecen solo diferenciarse por sus guerras. En lugar de buscar unidad bajo el nombre de Dios —sea cual sea la fe de cada uno—, cada día levantamos nuevas fronteras. Se revive aquella frase brutal: “Estás conmigo o estás contra mí”.
El drama de los migrantes es otro espejo de esta deshumanización. Poco pensamos en las consecuencias de las deportaciones masivas, en la salud mental de familias desintegradas, en los niños que crecen bajo el trauma de la exclusión. En redes sociales abundan videos de detenciones violentas, donde ciudadanos comunes —gente que aporta y engrandece la nación del norte— son tratados como desechos, como leprosos, como enemigos del Estado. No se vale.
Tampoco se habla de África, donde conflictos olvidados se multiplican en silencio. Al mismo tiempo, la inteligencia artificial comienza a sustituir la inteligencia humana. Noticias falsas inundan nuestras pantallas con un solo objetivo: que dejemos de pensar, que aceptemos todo, incluso nuestra propia sumisión, hambre y muerte.
Hace poco, en una redada masiva, las autoridades llegaron disfrazadas en un camión de mudanzas. Engañaron a personas honestas que jamás imaginaron convertirse en víctimas de un nuevo caballo de Troya. Es así como el mal avanza, paso a paso, mientras el mundo se arrodilla. Las guerras que creímos desterradas son hoy parte del noticiero diario, y el silencio nos convierte en cómplices. Tal vez aún estemos a tiempo de girar el timón de la historia, aunque cada día parezca más imposible.
Hace apenas unas semanas se recordaron los 80 años de Hiroshima y Nagasaki. Menos de un siglo después, volvemos a vivir guerras, exterminios y deshumanización a escala global. ¿De qué servirá la inteligencia artificial si la inteligencia humana se derrumba?
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