El cuatro de diciembre se cumplieron cincuenta años de la muerte de Hannah Arendt, una de las más destacadas autoras de filosofía política de los últimos tiempos.
Judía, exiliada de Alemania primero a Francia y luego a los Estados Unidos en la turbulenta primera mitad del siglo pasado, es conocida por sus escritos, principalmente por su libro de 1951 “Los orígenes del totalitarismo”.
Lo interesante, y actual, de su pensamiento es que siempre consideró la política como el modo de crear un espacio de libertad y pluralidad (la verdadera esencia de la democracia), y no como el puro y duro camino para hacerse con el poder.
Un planteamiento que, en contraste con la política actual, resulta no solo chocante sino retador, sobre todo cuando uno considera que el ideal de la política en los tiempos que corren es la hegemonía de una persona (que no de las ideas), la exclusividad del pensamiento en la sociedad y la anulación del opositor.
Hoy día, de la mano del populismo (“yo represento al pueblo”, y eso justifica todo) se están instalando en muchos sitos demasiadas “democráticas” tiranías.
Arendt explica la tiranía como una forma autoritaria de gobierno que, además de la anulación de cualquier oposición política, establece una jerarquía a la que todos los ciudadanos deben una obediencia incondicional. Cambiando el imperio de la ley (en el que se sustenta la democracia liberal), por el imperio de quien manda -por el bien de la gente, eso sí- y ya.
Coacción, persecución, acallamiento de la oposición… son epifenómenos derivados del bien común que consiste en que “él” (el que gobierna, el partido, el líder) sabe más.
El orden, la paz social es una especie de mantra. La violencia y la vejación de derechos individuales no solo está justificada, sino esperada. En las modernas tiranías el tirano domina por completo, sin resquicios, el espacio público y deja a los ciudadanos el “privilegio” de poder gozar de un espacio privado, familiar, disminuido. Según la autora, esto viene siendo así desde las tiranías griegas hasta los regímenes social “demócratas” de Hitler, Mussolini o Stalin.
La clave está en evitar a como dé lugar la solidaridad, en conseguir que los individuos se aíslenpor mor del bienestar particular: si las necesidades básicas están satisfechas ¿qué importan al ciudadano las interacciones sociales?
Es la moderna aplicación del dicho clásico que reza aquello de “ande yo caliente… ríase la gente”.
El fin justifica los medios (Maquiavelo “reloaded”)… la violencia es no solo necesaria sino imprescindible para mantener la paz social. En un régimen policial, con un jefe supremo que decidequienes son “los buenos” y quienes “los malos”, “todos” están seguros. ¿Todos?
¡Qué visión la de Arendt, que se adelantó a sus tiempos, prediciendo lo que sucedería en el siglo de la hiper comunicación, en la sociedad del “like” y del hashtag!
Y todo en nombre del populismo. Que habrá que distinguir de lo que me gusta llamar “populacherismo”… El primero es serio, político, mientras el segundo es -si se me permite el término- “ganguero”, clientelista; es el simple “pan y circo” que logra la fidelidad -y el entusiasmo- del vulgo, sin más.
Como se ha escrito, “la crítica del hombre masa[Ortega y Gasset dixit] es esencial en la obra de Arendt, que muestra al ciudadano como víctima de sus propias emociones. Afirma que es manipulado por los líderes, quienes lo convierten en sumiso. Un ejemplo es el de la Alemania nazi, donde se pretendió inculcar a todo un pueblo la convicción de la necesidad de la guerra si se quería evitar el hundimiento del país”.
Solo así se explica que “el pueblo más culto de Europa” se sometiera al austríaco exaltado que provocó la mayor guerra que la humanidad hubiera conocido.
Hoy día, guardando las distancias, todo parece indicar que seguimos en lo mismo.
Ingeniero/@carlosmayorare