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“El poder de los méritos”

Un cargo no es un privilegio para servirse a sí mismo, sino una plataforma para servir a las personas que sufren, los desvalidos.

La historia de la humanidad ha estado marcada por la búsqueda de grandeza. Reyes, emperadores, presidentes, empresarios, pensadores y líderes espirituales han tratado de dejar huella en la sociedad. Sin embargo, la verdadera medida de grandeza no siempre se encuentra en la acumulación de poder, riqueza o prestigio, sino en la capacidad de servir. Esta verdad trasciende culturas y épocas y hoy más que nunca se conecta con el concepto de meritocracia: el reconocimiento a quienes, con esfuerzo, compromiso y talento, deciden poner sus capacidades al servicio de los demás.

El Señor Jesucristo, con autoridad y sencillez, enseñó este principio a sus discípulos: “El que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20:26-28). Esta enseñanza rompe la lógica humana de poder y prestigio. La grandeza no se mide en privilegios heredados ni en cargos otorgados por favoritismos, sino en la capacidad de servir con méritos probados.

Ser grande no es sinónimo de estar por encima de los demás. La verdadera grandeza se expresa en la influencia positiva que un individuo ejerce sobre su comunidad. El servicio es la forma más pura de liderazgo, porque implica poner en el centro no al ego, sino al otro. Servir no significa esclavitud ni renuncia a la dignidad; al contrario, es un acto de libertad consciente en el que se decide contribuir al bienestar de los mas necesitados. Grandes líderes de la historia entendieron esta premisa. Mahatma Gandhi no alcanzó la grandeza por la fuerza de un ejército, sino por la fuerza de su servicio pacífico. 

Nelson Mandela pasó décadas en prisión, pero su legado fue servir a una nación herida con reconciliación y justicia. En ambos casos, la grandeza se construyó sobre méritos personales de resistencia, integridad y visión. En toda sociedad justa, los cargos y posiciones de responsabilidad deben ganarse por méritos. La meritocracia —el principio que reconoce el esfuerzo, la preparación y la capacidad— garantiza que quienes dirigen lo hagan por estar mejor preparados y no por privilegios de cuna, parentescos o intereses políticos en la que se coloca en cargos públicos a personas por amiguismo.

Un médico salva vidas porque se preparó con disciplina, un juez imparte justicia porque demostró rectitud y conocimientos, un maestro forma generaciones porque cultivó la vocación y excelencia. En todos estos casos, el servicio se sostiene en méritos. Sin mérito, el servicio se vacía de eficacia. El texto bíblico de Mateo 20 nos muestra que incluso el Señor Jesucristo, siendo Hijo de Dios, no exigió ser servido, sino que se presentó como ejemplo de servicio sacrificial. Esa grandeza no fue producto de un nombramiento humano, sino del mérito supremo de dar su vida en rescate por toda la humanidad perdida.

La historia está plagada de líderes que llegaron a puestos de influencia sin mérito, solo por corrupción, clientelismo o imposición. Su recuerdo no es de grandeza, sino de abuso. El poder sin servicio se convierte en tiranía, y el cargo sin méritos solo produce mediocridad. En contraposición, cuando el mérito respalda al servicio, surge el verdadero liderazgo. Quien ocupa un cargo porque se lo ganó con esfuerzo y talento, entiende que su responsabilidad no es para dominar, sino para servir. En un mundo globalizado, la meritocracia es indispensable. 

Países y organizaciones que valoran el mérito por encima del amiguismo o el nepotismo progresan más rápido y con mayor justicia. Pero este principio no debe separarse del servicio. El mérito no es una medalla para la vanidad personal, sino un instrumento para servir con excelencia. Por eso, quien aspira a un puesto o cargo debe ganárselo, demostrar sus capacidades y comprometerse con la sociedad. Un cargo no es un privilegio para servirse a sí mismo, sino una plataforma para servir a las personas que sufren, los desvalidos, incluso para auxiliar los que están encarcelados de forma injusta.

 Servir también moldea el carácter. La humildad de reconocer que la grandeza está en dar y no en recibir, genera empatía, justicia y solidaridad. Los cargos que se alcanzan por mérito y se ejercen en servicio, forman líderes íntegros que inspiran respeto. La grandeza auténtica no se mide en títulos ni en herencias, sino en el legado. Muchas veces, personas que nunca ocuparon un cargo público formal dejaron más huella que aquellos que se impusieron sin méritos: madres y padres que sirvieron con sacrificio, voluntarios que dieron su tiempo desinteresadamente, o trabajadores que desde su oficio construyeron futuro con honestidad.

 “El que quiera ser grande, que se ponga a servir” es un llamado directo a unir mérito con servicio. Los cargos deben ganarse con esfuerzo y preparación, pero el verdadero sentido de ocuparlos es servir a los demás. El Señor Jesucristo dejó el modelo: no vino a reclamar honores, sino a servir y entregar su vida. Ese es el mérito supremo que nos inspira. En consecuencia, quienes aspiramos a posiciones de liderazgo —sean pequeñas o grandes— debemos recordar que el puesto no se trata de privilegio, sino de responsabilidad, y que el camino para alcanzarlo debe ser limpio, justo y basado en méritos.

Solo así la sociedad puede construir líderes verdaderamente íntegros: aquellos que se preparan, se esfuerzan, alcanzan cargos legítimamente y los ejercen en servicio desinteresado para el bien común, que no buscan que les rindan pleitesía, ni buscan que los idolatren, que les da paso a las mejores ideas, sin imponer las suyas. 

Líderes comprometidos con el amor al prójimo, que no imponen su ideología y no pagan para que hablen bien de su persona, ya que los méritos le sostienen.

Abogado y teólogo

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