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El bote para galletas verde

Gabriela, si lee esto, sabe que no es su nombre real. Pero espero que tengamos muchos años para compartir plantas y Navidades

Como cada año, inicio mi serie de cuentos de Navidad. En mis tiempos de maestra, ponía a mis alumnos a leer el cuento de O. Henry El regalo de los reyes. Mi cuestionario siempre terminaba con la pregunta: «¿El regalo es el objeto o la persona que lo da?». Les dejo, lectores, el reto de descubrirlo esta Navidad.

Gabriela es mi vecina de la derecha colindante. No hablamos mucho, pero nos entendemos con el idioma de las flores y las plantas. Gabriela tiene un don especial en sus manos. Dos tablones de madera en su muro se convirtieron en un jardín colgante de dos niveles. Un comal, tierra negra y unas suculentas se tornan un pequeño bosque que da flor en distintos momentos. Un eucalipto plateado se yergue orgulloso entre una enredadera de flores moradas, un regalo a la vista. Para cuando puso una serie de varas verdes en los pilares de su cochera, yo confiaba en Gabriela. «¿Pero qué ha puesto tu vecina allí?», me dijo una amiga. Gabriela poco a poco enredó una tumbergia. La mata creció, creció, cubrió las varas y floreció. Una de estas tardes me di cuenta de que Gabriela había colgado bolas blancas y rojas en la vara inferior. Esa noche, las bolas blancas se encendieron. El efecto es mágico.

Nunca hemos estado una en la casa de la otra. Nuestro muro es tan bajo que podría crear problemas. Pero no. «Gabriela —le escribo frecuentemente—, van a venir mis ahijados; avíseme si hacemos ruido». «Gabriela, disculpe. Vi una cucaracha y grité». No me han oído gritar cuando veo una cuca voladora, y por nada del mundo ofendería a la dueña de la enredadera que generosamente permitió que compartiéramos y que da decenas y decenas de flores rojas y blancas que parecen mariposas. En agradecimiento por la enredadera, yo le «compartí» mi pitahaya. Floreció en el jardín de Gabriela como que fuera propia. Igual que la veranera, que se dobló descaradamente hacia su lado del muro; el eucalipto, que extendió sus ramas hacia su jardín; el San Carlos y la musa. La caliandra rosa va por el mismo camino. Es como si las plantas dijeran: esta alma nos entiende.

Los últimos tres meses han sido duros. Me han hecho repensar hasta aquello que pensaba que ya había repensado. A veces esto duele hasta las lágrimas, y no todos los vecinos hablan el idioma de las plantas, ni comparten enredaderas, y las casas traen problemas estructurales. ¿Debía vender la casa, con su enredadera y su caliandra, con los árboles que representan los triunfos de cada uno de mis hijos del corazón y no del vientre? «Hacelo por tu salud —me había dicho una amiga unos minutos antes—. Físicamente no podés vivir con tanto estrés. Te vas a enfermar de nuevo». Mi amiga casi siempre tiene razón. Pero, mientras miraba mi jardín —las plantas de mi infancia que traje de la casa de mis padres, las orquídeas, las rosas que me recuerdan a mi padre—, no sabía qué hacer. Así que hice lo que muchos hacemos cuando no sabemos qué hacer. «Señor —susurré—, dame una señal de que me debo quedar».

Una de las miles de oraciones que se le olvidan a uno a la mañana siguiente, porque los problemas o siguen, o aumentan, y mis niveles de azúcar bailaban «La Bamba» dentro de mí. Subí para acostarme un rato, pero a los minutos llegó mi colaboradora para decirme que había alguien en la puerta. Era Gabriela, con un paquete envuelto en papel rojo y un listón dorado.

«Aquí le traje un detallito…»

No supe qué decir. La abracé y puse el regalo debajo del árbol. Durante dos noches me quedé viéndolo, pensando por qué me traería un regalo. El tercer día por la mañana, de repente, se me cruzó una duda por la mente y decidí escribirle:

«Gabriela, ¿el regalo es para Navidad o para antes?»

«Para antes», me contestó.

Había visto unos botes para galletas en forma de bola de Navidad. Me parecieron hermosos, especialmente el de color verde, pero tenía tanta cosa encima que ya nunca los busqué y, además, difícilmente iba a hacer galletas. Pero al abrir el regalo de Gabriela… sí, queridos lectores. Era el bote para galletas que había visto, y en verde. Allí tienen a esta cincuentona llorando a moco tendido, mientras colocaba el bote para galletas justo donde había imaginado ponerlo.

No sé por qué Gabriela me llevó el «detallito». Quizás me oyó llorando alguna noche, o luchando por resolver uno de los tantos problemas. O quizás las caliandras, y las veraneras, y la pitahaya le murmuraron que la dueña del jardín colindante necesitaba un bote para galletas en forma de bola de Navidad, en color verde. Independientemente, fue un bálsamo para un alma agobiada. No, no resuelve los problemas, pero me recuerda que, en la vida, no son la multitud de palabras las que valen, sino la empatía y la bondad del corazón. Mi «bola verde» es hermosa, y cada día la limpio, la admiro y la vuelvo a limpiar. ¡Fue un regalo sorpresa! Pero el verdadero regalo es Gabriela, que, generosa de corazón, supo dar alegría a un alma herida y cansada.

Gabriela, si lee esto, sabe que no es su nombre real. Pero espero que tengamos muchos años para compartir plantas y Navidades, y que su tumbergia nunca deje de dar flores.

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