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¿Dónde está la verdadera pobreza?

¿Se vive en dos países distintos? Mientras de un lado se exhiben logros y desarrollo, del otro persisten comunidades enteras sin servicios básicos.

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Fátima, una joven de 24 años, cada madrugada emprende junto a su padre y su hermana el camino en medio de las montañas de Chalatenango para trabajar la tierra que la alimenta, pero que, al mismo tiempo, la esclaviza. Son las hortalizas cultivadas en esas parcelas las que, desde las cuatro de la mañana, exigen tiempo, esfuerzo y la mayor inversión de esta familia. Al final, la cosecha se vende a centavos a una multinacional que la revende a precios mucho más altos, solo por llevar una marca. Fátima recibe, en promedio, $0.50 por libra de tomate, mientras ese mismo producto se comercializa a más de $3 en cantidades incluso menores.

Esa es la realidad que Fátima enfrenta. No pudo continuar sus estudios porque en su caserío la escuela solo llegaba hasta sexto grado y caminar cerca de tres horas diarias hasta el pueblo era un lujo imposible: debía trabajar. Ahora, además, sostiene a su hija de seis años. Al caer la tarde y concluir la jornada, regresa a su casa, donde un tomacorriente y un foco alimentados por un panel solar le permiten cargar su celular e iluminar la vivienda. Bajo esa luz juega con su hija sobre el piso de tierra y luego ayuda a su madre y hermana a preparar la cena. La mesa familiar se convierte en un refugio, en un punto de apoyo y cercanía para esta joven que sueña con darle a su hija una vida mejor.

Fátima, además, es víctima de un sistema en el que los grandes capitales controlan el mercado: fijan precios de compra, determinan cantidades y deciden qué se produce. Así, los productores locales no tienen acceso directo a los consumidores y deben conformarse con lo que les pagan, mientras las transnacionales se apropian del mayor margen de ganancia. La cadena de valor se convierte en una relación inversamente proporcional, donde el campesino siempre es el eslabón más débil.

Esta historia contrasta fuertemente con la imagen que hoy se difunde del país: un El Salvador en crecimiento, pionero regional en múltiples áreas, con avances en infraestructura, turismo, educación, salud e inversiones. Surge entonces la pregunta: ¿se vive en dos países distintos? Mientras de un lado se exhiben logros y desarrollo, del otro persisten comunidades enteras sin servicios básicos, con acceso limitado a la educación y sin oportunidades reales de salud o de crecimiento económico.

Lo más preocupante es que, como sociedad, estamos alimentando este modelo. Hemos perdido la capacidad de pensar críticamente frente a un sistema consumista que nos seduce con publicidad y nos arrastra a priorizar la marca, el estatus y patrones de consumo que nos hacen dependientes de las importaciones y de cadenas extranjeras. Con ello debilitamos nuestras redes productivas locales, renunciamos a nuestras raíces, sacrificamos la sostenibilidad y reforzamos la desigualdad estructural.

Frente a esta situación surgen varias preguntas: ¿Dónde radica la verdadera pobreza? ¿En la falta de políticas públicas que protejan e impulsen la producción local? ¿En un sistema neoliberal que prioriza el capital y amplía las brechas sociales? ¿O en una población que ha empobrecido su capacidad crítica y no advierte el sistema que sostiene? ¿la pobreza está en la vida de Fátima, quien trabaja, produce, lucha, sostiene a su familia y sueña con un futuro mejor, aunque sin las oportunidades que merece? ¿O la verdadera pobreza está en nosotros, una sociedad dispuesta a sacrificar el campo y a engrandecer el consumo, incluso a costa de quienes nos alimentan?

Es necesario darnos cuenta de que fortalecer las cadenas locales, promover la economía circular y apostarle a lo nuestro es fundamental para dejar de ser consumistas dependientes.

Juan Alberto Clavel / Profesional en mercadeo, administración y humanidades

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