Cierto, es más importante el estudio que el corte de pelo; pero cumplir las pequeñas obligaciones prepara para después afrontar las más grandes, una lección de vida.
Cierto, es más importante el estudio que el corte de pelo; pero cumplir las pequeñas obligaciones prepara para después afrontar las más grandes, una lección de vida.
Vivimos los últimos años del exilio de mis padres en Guatemala, en un pequeño apartamento que mi madre mantenía como tacita de plata. Mis hermanos (13, 11, 9 años) y yo (5), además de arreglar la cama, ordenar el dormitorio y lustrar cada uno sus zapatos, teníamos obligaciones según la edad. Mi tarea era poner la mesa para los tiempos de comida.
Yo ansiaba poder leer como mi hermano Carlos, que amaba la lectura, y lo martirizaba (también a mi madre), preguntando todo el tiempo “¿Cómo suena esta letra?”. Y fui feliz cuando ya pude leer algunas palabras sueltas.
Una mañana papá nos despertó tempranísimo, informándonos que mamá había sido operada de urgencia y estaba hospitalizada. Eso nos preocupó muchísimo y cambió nuestra rutina. Así, mientras mis hermanos preparaban el desayuno, papá me alistó para ir al kinder, llevándome personalmente. A diario eran mis hermanos quienes me llevaban, en camino para su colegio.
Después de revisar uniformes, zapatos, cabello, dientes y uñas, la maestra no me dejó entrar, por despeinada, aunque mi padre le explicó lo sucedido y su poca habilidad para peinarme. Fue inútil, tuvo que llevarme consigo a su trabajo. Pasó comprándome un librito y me dio unas hojas de papel y un lápiz. Qué día memorable, encontrando palabras que podía leer en mi nuevo libro, haciendo garabatos en el papel y conociendo cómo era el trabajo de papá.
Al anochecer fuimos junto a mis hermanos a visitar a mamá. Verla, aunque con sondas, sueros y todo el aparataje médico que la rodeaba, nos dio mucha alegría. Ella nos colmó de instrucciones para sobrevivir sus días de ausencia y, claro, le enseñó a papá cómo peinarme. Entonces fui recibida nuevamente en el kinder.
“Papá, ¿te acordás de aquella profesora odiosa que me rechazó en el kínder por mechuda?”, le pregunté, siendo ya una adolescente. Y él, riéndose a carcajadas, me respondió: “Mucho le debemos tú y yo, nos dio dos grandes lecciones: una, que las responsabilidades deben cumplirse, no importan las circunstancias. Y otra, que si te hubiera recibido, habría cometido una injusticia con los otros niños que sí cumplieron con su deber y quienes también, posiblemente, tenían sus propios problemas. De paso, te evitó ser motivo de burlas, por mechuda.”
¡Ay, papá, cuánto extraño tu capacidad de extraer lecciones de todas las circunstancias!
Había olvidado todo esto hasta que tuve un Déjà Vu a raíz del escándalo surgido por prohibir en las escuelas públicas que las alumnas lleguen maquilladas y exigir que todo el alumnado se presente bien peinado, uniformado y respetuoso. ¡Por Dios! ¡Ese escándalo debimos hacerlo cuando se dejaron de practicar esas elementales costumbres!
Cierto, es más importante el estudio que el corte de pelo; pero cumplir las pequeñas obligaciones prepara para después afrontar las más grandes, una lección de vida. Y la instrucción y los conocimientos podrán adquirirse mejor en un ambiente de orden, respeto, limpieza y disciplina. Además, los primeros obligados a cumplir con todo esto, serán los maestros, que deberán colocarse a la altura no sólo en presentación personal, sino principalmente en su capacidad didáctica.
Dios permita que este sea un primer paso para mejorar nuestro decrépito sistema educativo y que esa nueva actitud permee no sólo la escuela, sino la calle, los hogares y contribuya a resolver los graves problemas que tiene nuestro amado El Salvador. Por algo se empieza.
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