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Cicatrices de ayer, del árbol y del hombre    

Vemos en nuestro cuerpo tantas viejas y lejanas cicatrices. Algunas son de bala, puñal, mordidas de perro, de espinas, quirúrgicas o de amor. Pero hay otras que son las invisibles.

Son las manos del tiempo que a solas desnudan nuestro ser, nuestra sombra y espejismo. Vemos en nuestro cuerpo tantas viejas y lejanas cicatrices. Algunas son de bala, puñal, mordidas de perro, de espinas, quirúrgicas o de amor. Pero hay otras que son las invisibles. Y esas no se borran, olvidan ni desaparecen. ¡Cicatrices del alma! -confesamos. El silencio nos escucha pero no dice nada. También él tiene cicatrices que no borró la ausencia en sus labios de niebla. Las nuestras fueron hechas por dardos de la vida o por nuestra propia mano: la furtiva, visible e invisible… A veces cruel. Las heridas que infligimos en otros también fueron en nosotros. Cuando una vez fuimos silencio o seres de hojalata, escondiéndonos del mundo con nuestra invisible queja. Quizá sin corazón o hechos de aluminio como la fría armadura de algún fiero guerrero templario… Heridas de amor son las que más duelen. Cicatrices del alma que ni cierran ni se olvidan. No sabemos si con el tiempo éstas han de sanar o desaparecer. Y así vamos de paso. Como heridas sombras del ayer. Talvez oigamos a nuestras espaldas una voz amada y lejana que nos absuelva e indulte desde el silencio roto de un olvido de amor. O seremos acaso nosotros mismos quien nos castigue o perdone. Allí: solos y desnudos ante el espejo aquel que se nos parece. Sin saber si han de borrarse las cicatrices de ayer, del árbol y del hombre. Hasta que vuelva el amor diciendo «Te perdono.» (Libros Balaguer: Librería UCA; La Casita y Amazon).

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