El pasado 15 de agosto, una fuerte tormenta dejó tanta agua en poco tiempo que inundó varias comunidades de San Salvador. En varias zonas de la capital, los habitantes reviven recuerdos de tragedias con cada lluvia que azota.
El pasado 15 de agosto, una fuerte tormenta dejó tanta agua en poco tiempo que inundó varias comunidades de San Salvador. En varias zonas de la capital, los habitantes reviven recuerdos de tragedias con cada lluvia que azota.
Cuando alguien se refiere a la situación de vulnerabilidad o a las constantes afectaciones por lluvias en San Salvador no puede evitar recordar la colonia Montebello. La memoria vuelve al lugar más conocido como «La Casa Rosada», la única edificación habitacional que no sucumbió al deslave de 1982. Ahora es un punto de referencia para rutas de buses y peatones, pero se volvió un símbolo de resistencia de la colonia.
En 1982, un aluvión se deslizó desde «El Picacho» (cerro del volcán de San Salvador), recorrió la quebrada El Níspero y se extendió en todo lo que hoy es la residencial Montebello, la San Mauricio, El Triunfo, lotificación San José y San Ramón, provocando la muerte de un estimado de 500 personas y la destrucción de un total de 159 casas.
Actualmente, la zona está más urbanizada que a inicios de los años 80. Dos autopistas de cuatro carriles, al sur y al norte, delimitan la colonia y esto ha permitido el desarrollo constante de la ciudad. La gente que vive en ese sector parece haberse acostumbrado al miedo que producen unas barrancas inestables en la cúspide de la montaña.
Luisa Urrutia vive a la orilla de la calle y habita en el sector desde hace 35 años, a 100 metros de distancia de un puente que interrumpe el paso de esa histórica quebrada. «Ahí ha pasado de todo, pero como son tantas zonas fregadas por todos lados, ya se olvidaron de nosotros», comenta.
También dice que ha presenciado diversas iniciativas de prevención: «La gente estudiada que vino a ver la zona hace unos años nos dijo que un mal día era seguro que la montaña se iba a caer, luego venían otros expertos, dependiendo de la alcaldía o del gobierno, venían ‘cheles’, chinos, morenos y todos a decirnos lo mismo: el cerro se va a caer».
El contraste social de ese sector es evidente: residenciales, proyectos de edificios y familias al borde de la quebrada que conviven cerca. A simple vista no hay distinciones y se puede decir que el riesgo es similar para todos.
Un joven conduce su vehículo de lujo, convertible y todoterreno, al mismo tiempo que una mujer sale a tirar los restos de una sopa de frijoles que se arruinaron por falta de refrigeración. Dos borrachos se sostienen la mirada antes de disputarse el último trago de la botella. La diversidad de realidades es usual entre residencias, tiendas, talleres y ventas, pero desde cualquier punto la parte más alta del volcán de San Salvador da la impresión de siempre estar observando.
A pocos metros de la «Casa Rosada», un portón de malla ciclón muestra señales del paso de piedras y troncos durante las lluvias del pasado 15 de agosto, día que la quebrada se desbordó y la comunidad se unió al siguiente día para limpiar el lodo y escombros que quedaron en la calle. Este es el límite de paso para la quebrada, una pequeña compuerta no logró contener toneladas de cosas que el agua había arrancado a las laderas del volcán y que hicieron colapsar la pequeña bóveda.
En frente está una pequeña pero surtida tienda, la cual recibió toda la carga de lodo. La mayoría de los productos se echaron a perder. «Es por demás que no se arruinen, las verduras, el pancito para vender del día, a las cámaras de bebidas se les metió el agua», comenta María, la propietaria de la tienda, quien ha vivido por más de 20 años en la zona.
«Ya lavamos todo, nos vimos afectados, pero ese día mi aflicción eran mis cipotes, que en esas correntadas les pudiera pasar algo. Al rato venían los dos bien empapados», agrega la señora, mientras observa la quebrada, pese al día soleado.
Nunca le había pasado algo así a María. «Ni siquiera goteras tengo en mi casa, pero eso pasó por esa quebrada que está ahí. Se tapó porque hace unos días vino la alcaldía a podar unos palos y ahí los dejaron. De remate, vinieron las máquinas a destapar y quebraron la acera. Desde ese día nosotros vemos cómo que se ha hundido la calle», señala.
Mientras tanto, Alfredo Martínez acaricia un árbol que se aferra a la vida con sus raíces bajo el concreto al borde de la quebrada. Le agradece porque, durante la misma tormenta de mediados de agosto, el árbol evitó que su carro y otros tres automotores terminaran 10 metros bajo el barranco. «Hace unos meses estuvieron a punto de quitarlo durante una jornada de poda de árboles», relata.
«Al final, no sabemos por qué no lo quitaron. Cuando salimos a ver, mi carrito estaba contraminado en este palito. Gracias a Dios lo detuvo y no se lo llevó, me lo salvó», agrega.
Alfredo también se vio afectado laboralmente por lo sucedido. El barranco nunca ha representado un riesgo por su profundidad, a pesar de vivir al límite de la quebrada que es símbolo de la tragedia de 1982.
Pero el hombre comenta que a las 9:00 de la noche del pasado 15 de agosto, la fuerte tormenta golpeó con mucha fuerza su techo. «Yo pensé que era granizo el que estaba cayendo», dice. Y cuenta que uno de sus hijos no había llegado de trabajar, por lo que esperarlo evitó que se quedara dormido. Al salir al patio, que además es su taller, los carros que había estado enderezando y pintando estaban inundados.
Comunidad El Granjero II: vivir al límite con El Acelhuate
Desde la parte alta de una colina de gradas, hacia las riberas del río Acelhuate, una serie de casas con sus techos oxidados parecen estar apiladas. Se trata de la comunidad El Granjero II, una pequeña organización de pasajes casi al mismo nivel del contaminado manto de agua.
El nivel de la comunidad en relación al río la hace vulnerable a las inundaciones, además de encontrarse en una cerrada curva que se forma en el trayecto del afluente.
Allí, Billy García pasa las tardes trabajando con madera en un taller que también es su casa, ubicada en el centro de la comunidad. Desde allí se corre la voz: «Dicen que llueve en Merliot», mientras el fuerte viento acerca las nubes grises. La gente camina con prisa buscando mojarse lo menos posible, pero en menos de cinco minutos de lluvia, el agua inunda las calles buscando salidas hacia pequeños tragantes.
«Lo bueno es que aquí, como estamos tan abajo, que cuando vienen estos vientos no nos afecta mucho», comenta, mientras monitorea un grupo de emergencias al que le llegan insumos de otros sectores por donde pasa el Acelhuate.
Billy es uno de los miembros más activos de un sistema comunitario de protección y prevención ante eventos climáticos. Afuera de su casa, junto a la puerta, una caja de madera contiene un aparato especial, una alarma que se activa cuando el río cubre algunas piedras y llega a las franjas rojas que indican la creciente peligrosa.
«Hay veces que aquí no llueve y de repente cuando venimos a ver se inundan las casas», comenta Billy, mientras deja sus trabajos de madera lo más lejos del suelo. Con sus botas de hule, una sombrilla y su capa se dirige a encontrarse con otros habitantes.
Poco a poco, el río va creciendo y la cantidad de agua sube hasta cubrir piedras que desde el fondo rebasaban los dos metros. A la orilla, en el punto más crítico, llegan varios habitantes.
A ese lugar se aproxima Baltazar Palacios, un antiguo habitante de la comunidad. «Usted viera todo lo que ha pasado por aquí: «carros, grandes muebles, muertos», comenta el hombre, quien también es de la idea de que la falta de trabajos al otro lado del río provoca que el agua busque hacia la comunidad. «El problema es que allá hay una gran cantidad de piedras, cuando se hace el trabajo de dragado, el agua va buscando lo contrario de las casas, pero ni Obras Públicas ni la alcaldía nos contestan», se queja.
Para los habitantes, es elemental un muro de unos 40 centímetros de alto en el umbral de las puertas de entrada y marcas rojas de pintura en los muros exteriores de las casas que indiquen cuando el agua ya es un peligro de muerte.
Durante la lluvia, las personas se congregan en sus casas, cierran las ventanas y colocan sus pertenencias en alambres y estructuras lejos del suelo. Muchas de las familias tienen colgadas como especie de jaulas amarradas al techo, donde depositan alimentos y cosas livianas que no se pueden mojar.
En el punto exacto donde el río entra a la comunidad se encuentra el hogar de Rosa Teas y Rolando Sánchez. Junto a sus hijos, habitan una casa que por muros tiene láminas y cartones, además de plásticos por ventanas. Durante el año 2020, la creciente del Acelhuate destruyó las paredes que Rolando había construido con sus manos, derribó los techos y solo dejó en pie la parte de la sala.
«Aquí solo nos quedó esta área, todos nos venimos para aquí porque es lo único seguro de toda la casa», comenta Rolando, mientras termina de colgar en cables la ropa y alimentos, por si se desborda el río.
Mientras tanto, a las orillas del Acelhuate la creciente se mantiene en niveles rojos, pero los habitantes dicen que si en la parte alta ya no llueve, no rebasará los límites.
Nueva Israel, en el olvido
Ana del Carmen vive casi debajo de un puente que es parte de la avenida Las Amapolas en San Salvador. Durante la tormenta tropical Amanda, en el año 2020, la quebrada El Arenal rebalsó, llevándose la casa de Ana, la de sus vecinos y la vida de una de sus amigas de la infancia.
En ese mismo evento, pero del otro lado de la calle, en Brisas de San Francisco, las condiciones eran diferentes. Mientras algunos activaban seguros contra desastres, porque sus carros cayeron dentro de una bóveda o sus casas estaban inundadas, en la comunidad Nueva Israel, también a la orilla de la quebrada, lo único que tenían seguro es que estaban vivos.
De esa hilera de casas solo queda la de Ana. Debajo de la calle se forma un pequeño túnel que atraviesa la comunidad y que también parece un baño público. Los peores olores se combinan en su ambiente: basura con orina y excremento, junto con animales muertos, son parte de su día a día.
Con materiales de la basura logró construir una casa para resguardar a su hijo, que nació con un padecimiento motriz que lo mantiene postrado en una cama. «No a todos nos dieron oportunidad de casa, como yo no tenía nada para que me dieran crédito», comenta, mientras indica que su modo de subsistencia es un pequeño chalet a la orilla de la calle.
Su hijo padece de retraso psicomotor. Los dos solo se tienen a ellos. «El papá se fue, quizá decepcionado por la situación. Migró a Estados Unidos, no sé si llegó, solo que ya pasó bastante tiempo y no supimos nada de él», cuenta Ana con tristeza.
La mujer dice que el río El Arenal ya no representa una amenaza para ella, pero hoy le afecta el agua que baja de la avenida Las Amapolas. Los tragantes no dan abasto y la basura se arrastra hacia ese sector. «Ya no nos llevará la quebrada, pero sí se nos mete el agua que viene de la calle», comenta.
Del otro lado de la calle está la colonia que está intervenida por el Ministerio de Obras Públicas (MOPT) desde el 10 de marzo de 2022. Según información oficial, se realizan trabajos en la bóveda de 410 metros de longitud que pasa debajo de la residencial Brisas de San Francisco.
«Se construye con una inversión de $3,192,377.37 y beneficiará a 146,000 personas entre directos e indirectos. Los más afectados por el problema son los habitantes de la residencial Brisas de San Francisco y la colonia La Floresta, quienes están expuestos a riesgos sanitarios y de inundación por la pérdida de funcionalidad de la bóveda», consigna el MOPT en su página web.
Mientras tanto, en la comunidad Nueva Israel ni el camión de la basura llega al lugar, señalan los vecinos, y la casa de Ana y su hijo se sigue inundando.
Los Datos
Un estudio de la Fundación Salvadoreña de Desarrollo y Vivienda Mínima (FUNDASAL), para 2009, realizado en 32 localidades del país, estimó que 378,109 habitantes vivían en 2,566 asentamientos precarios urbanos. Estos asentamientos son la alternativa para quienes no tienen acceso a una vivienda digna y segura. El estudio también destacaba que estos lugares están en condiciones de alta precariedad, con problemas de servicios básicos, riesgo de desastres naturales y falta de seguridad.
El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) destaca que la pobreza multidimensional incluye no solo el ingreso, sino también las carencias en vivienda, salud, educación y otros servicios.
Un informe del PNUD de 2020, basado en datos de 2018, indicaba que más de 2.2 millones de personas en El Salvador vivían en condiciones de pobreza multidimencional, lo que representaba en ese momento el 33.8% de la población. De estos, 1.6 millones vivía en zonas urbanas, una cifra que equivalía al 26.9% de la población total del país.
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