En 2003, El Salvador estaba lejos de mi radar, salvo para venir de vacaciones con mi familia y para inculcarles a mis hijos el amor al país. Desarrollaba mi profesión teatral en Ginebra, Suiza. Había logrado una reputación después de 20 años de labor incansable: maestro de teatro en la Universidad de Ginebra y en la Escuela Superior de Arte Dramático, además de director escénico en tres teatros de la ciudad de Calvino.
Durante unas vacaciones en San Salvador, alguien me dice:
— ¿Sabes? Ricardo Poma está restaurando el teatro de CAESS.
Logré conseguir una cita con él. Nuestros caminos no se habían cruzado en más de 25 años.
— ¿Qué planes tienes para el nuevo teatro? — le pregunto.
— ¿Qué me propones? —me contesta.
Y, así de sencillo, la vida me puso nuevamente en una encrucijada importante, que cambiaría mi vida, la de mi esposa, la de mis hijos y la de mi madre.
Una encrucijada que daría un nuevo rumbo al aspecto cultural de la visión empresarial de Ricardo; que tendría incidencia en las vidas de los cientos de artistas que se han presentado en el Teatro Luis Poma; que enriquecería el pensamiento crítico de los cientos de miles de espectadores.
Saber reconocer los momentos clave que la vida propone. No temer el salto al vacío.
De eso se trata.
Hoy, 23 años más tarde, al despedirme de un amigo tan entrañable, pienso en el final del poema de Frost:
«Digo esto con un suspiro
De aquí a la eternidad:
Dos caminos se bifurcaban en un bosque, y yo,
Yo tomé el menos transitado,
Y eso hizo toda la diferencia».
De veras, la vida nos lleva por caminos insospechados.
Con Ricardo Poma fuimos compañeros de colegio desde la primaria. También éramos vecinos. La manzana que hoy comprende el centro comercial Galerías era un bosque lleno de grandes árboles de mango. Vivíamos a lados opuestos de ese verdor, en un tiempo en que la colonia Escalón era ya «los altos del volcán». La pavimentada más cercana era la cruzadilla, hoy Plaza Salvador del Mundo.
El bus del colegio nos dejaba frente a la Virgen de Guadalupe (hoy, esquina de la Av. Olímpica y la Alameda M.E. Araujo). Solos, caminábamos por senderos el kilómetro faltante.
A los ocho años ingresamos ambos al mismo equipo de natación. Los entrenos eran a las 5:45 de la mañana. Nuestro entrenador, Manuel Benítez, pasaba por nosotros. Mi hermana Helen y el hermano de Ricardo, Roberto —ambos un poco mayores— eran los campeones incontestables del equipo de 20 jóvenes. Cuando se acercaban las fechas de competencia, a veces nuestros padres aparecían para alentarnos. Ricardo, de personalidad más visionaria, siempre me llevaba unos segundos de ventaja, frente a mi disposición más fantaseosa. Quizás fue allí donde se forjó nuestra alianza, que ha durado casi un cuarto de siglo.
Nuestros caminos se separaron antes de llegar a la secundaria y, salvo en los momentos tremendos de la tragedia que vivió la familia Poma con el secuestro y muerte de Roberto, no nos volvimos a reunir. Hasta el encuentro de 2003, para crear, entre ambos, un proyecto piloto de tres meses, que se transformó en uno de seis, y luego en temporadas anuales del Teatro Luis Poma.
Fue a partir de 2003 que pudimos colar en bronce nuestra amistad. Una amistad construida sobre confianza absoluta, comprensión, compasión y respeto por las diferencias.
Adiós, amigo. Tu visión sigue.
François-René de Chateaubriand escribe:
«Mientras el corazón conserve recuerdos, el espíritu guardará ilusiones».
“Dos caminos se bifurcaban en un bosque,
Y apenado por no poder tomar los dos,
Siendo un viajero solo, largo tiempo estuve de pie
Mirando uno de ellos tan lejos como pude,
Hasta donde se perdía en la espesura;
Entonces tomé el otro, imparcialmente…”
—Robert Frost, 1916