En antiguos camposantos de El Salvador aún sobreviven retratos en cerámica de más de un siglo, testigos del arte y la memoria que se niegan a desaparecer.
En antiguos camposantos de El Salvador aún sobreviven retratos en cerámica de más de un siglo, testigos del arte y la memoria que se niegan a desaparecer.

En algunos cementerios de El Salvador todavía se conservan tumbas que superan los cien años de antigüedad y que guardan un detalle tan conmovedor como sorprendente: retratos en cerámica que resisten el paso del tiempo. Estas pequeñas obras, incrustadas en las lápidas, muestran en blanco y negro o en tonos sepia los rostros de quienes descansan allí, desafiando al olvido y al deterioro.
Uno de los camposantos más emblemáticos donde pueden apreciarse estos vestigios del pasado es el Cementerio de los Ilustres, en San Salvador. En sus pasillos se pueden encontrar decenas de sepulcros que conservan intactas las imágenes cerámicas de personajes que vivieron a inicios del siglo XX. A pesar de la lluvia, el sol y las décadas transcurridas, los retratos siguen allí, con una presencia casi viva que despierta asombro y nostalgia entre quienes los observan.
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La fotocerámica, como se conoce a esta técnica, nació en 1851 gracias al francés Lafon de Camarsac, y consistía en imprimir una fotografía sobre una superficie de cerámica o porcelana. El proceso se perfeccionó a partir de 1854 con los fotógrafos franceses Bulot y Cattin, quienes la popularizaron en Europa antes de que llegara a Estados Unidos y, más tarde, a América Latina.

El procedimiento implicaba transferir una imagen fotográfica a una placa de porcelana y someterla a una cocción a altas temperaturas. El calor provocaba la vitrificación de la imagen, integrándola al material de manera permanente. Para garantizar su durabilidad, se aplicaban capas de barniz que protegían la superficie del sol, la lluvia y otros agentes externos.

En su momento, la fotocerámica se consideró una alternativa más económica y duradera que las esculturas y tallas funerarias tradicionales. Su gran ventaja era la capacidad de capturar con fidelidad los rasgos del difunto, ofreciendo un recuerdo tangible y profundamente humano. De esta forma, la técnica no solo inmortalizaba rostros, sino también emociones, vínculos y memorias familiares.

Aunque se anunciaban como “indestructibles”, con el paso de los años algunas de estas piezas presentan grietas o desconchaduras que, lejos de restarles belleza, les otorgan un aire melancólico y enigmático. En ciertos casos, los retratos han desaparecido, ya sea por el tiempo o por saqueos, dejando en las lápidas un vacío que se percibe casi como una ausencia física.
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Con el avance de la tecnología, los retratos funerarios pasaron del blanco y negro al color, y las empresas comenzaron a ofrecer catálogos con modelos, marcos y complementos para personalizar las lápidas. Sin embargo, las antiguas fotocerámicas conservan un encanto único: son el testimonio de una época en la que el arte y la memoria se unían para rendir homenaje a los muertos.

En los cementerios salvadoreños, estas imágenes siguen mirando desde el pasado, recordando que, a veces, una fotografía puede ser más resistente que el mármol que la sostiene.

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