Uno de los juicios más contundentes sobre el arte moderno es situarlo como una expresión desconectada del público y de la realidad social. En mi caso, me suscribo íntegramente a esta consideración y, por tanto, soy defensor de la idea de que debemos “desmodernizar” el arte: no en el sentido de retroceso, sino en el de redirigir su sentido estético y social.
En sus inicios —siglo XIX— el arte moderno trabajó la idea de desacralizar el arte que denominaron clásico (que a efectos prácticos es todo lo previo a lo moderno). La acción artística contemporánea tuvo que ver con aspectos iconoclastas. Los románticos fueron los primeros en oponerse a los postulados clásicos del Renacimiento y del Neoclasicismo y fundaron una nueva línea de pensamiento: la experimentación como motor estético.
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Posteriormente, a finales del siglo XX, esta materia estética llevó al arte a condensar sus mecanismos para suplir necesidades sociales. Identidad, memoria y crítica fueron los lujos de un arte experimental ligado a la desmaterialización de la obra.
Sin embargo, la posmodernidad muestra un arte enfocado en el politiqueo barato y en el contundente autobiografismo. Esto ha afectado decisivamente: parece que el arte está perdiendo su esencia moderna y se está convirtiendo en una repetición de sí mismo.
El arte moderno mantuvo una postura radical e inició una cruzada irresoluta de continuar con la iconoclasia simbólica bajo la idea futurista y dadaísta de “destruir los museos, porque son cementerios del pasado”. Pero, ¿esa postura está llegando a su fin y está por iniciar un proceso de desmodernización del arte?
Primeramente, remontémonos al Imperio Bizantino, donde hubo una corriente de pensamiento que consideró herética la práctica de situar imágenes sagradas en las iglesias, pues eran consideradas ídolos y su contemplación metafísica fue entendida como idolatría. Tan fuerte fue esa línea de pensamiento que fundamentó la creación de una nueva identidad religiosa: la aproximación ortodoxa del cristianismo.
La importancia de la imagen radica en que forma parte fundamental de la identidad, y la destrucción del arte y la cultura funge como una castración social y popular. Probablemente no habrá nada más simbólico en la humillación del sometimiento que la destrucción impía de las imágenes significativas de una cultura.
El arte moderno cambió la iglesia bizantina por el museo. Es aquí donde se establece ese viejo debate entre iconódulos e iconoclastas.
Existen aquellos que aún ven en la obra de arte pretérita un sentido de opresión, donde el objeto tiene demasiado valor y no debería ser así. Asimismo, ven en el museo ese espacio que controla la narrativa oficial y maneja la cultura a su antojo, otorgándole más poder del que verdaderamente tiene. La iconoclasia simbólica se ejerce al revisar, cuestionar y criticar constantemente obras por pertenecer a un escenario político o social contrario al que domina en la actualidad.
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Por otro lado, existen aquellos que ven en el museo un tesoro identitario, inamovible y perpetuo. Esa idea mausoleica de la institución la coloca como una reliquia y no como un ente vivo. El museo se convierte en una reliquia idealizada y, por lo tanto, idolatrada. Esta postura, tan radical como la otra, genera un discurso donde el museo es rígido y absoluto.
Naturalmente, la posición conciliadora me lleva a darle valor al punto medio y a abogar por instituciones culturales más aperturistas, pero no necesariamente revisionistas. El museo debe conservar la identidad, la historia y las imágenes que, gusten o no, forman parte de la identidad de un país; pero también debe tener la flexibilidad que exigen los nuevos tiempos para incorporar lecturas y movimientos contemporáneos.
Pero, por otro lado, esta postura me lleva a concluir que el arte que está por surgir y que se opondrá al arte moderno —pues el péndulo nos está dirigiendo hacia un arte conservador, donde la experimentación no será parte fundamental de la estética— tenderá a la idolatría de los clásicos. Y eso es necesario para refrescar la vieja propuesta del arte moderno. Tal vez la idolatría de los clásicos no sea un retroceso, sino el síntoma de que el arte moderno, por fin, ha envejecido.