En los últimos años existe un motivo real para preocuparnos y reflexionar sobre el tráfico. Incluso para quienes no poseen vehículo o motocicleta, este tema nos involucra a todos; es un deber pensar al respecto. Más allá de las obras de infraestructura construidas en el pasado, de las que se ejecutan actualmente y de aquellas que, pese al desgaste, el esfuerzo presupuestario y la improvisación, no lograrán solventar ni solucionar la problemática.
Los datos recientes lo dejan claro. Según el Observatorio Nacional de Seguridad Vial (ONASEVI), en el país existen más de 2,008,156 vehículos registrados. De estos, 1,325,475 son automóviles y otros vehículos de cuatro ruedas —incluidos carros particulares, microbuses, autobuses y camiones—, mientras que 682,680 corresponden a motocicletas. Esto representa aproximadamente un 66 % de automóviles y un 34 % de motocicletas del parque vehicular total.
Es importante considerar que esta cifra seguirá aumentando en las próximas décadas. Muchos se preguntan: ¿a qué se debe este crecimiento acelerado del número de vehículos y motocicletas en el país? La respuesta parece estar en el déficit de un transporte público eficiente. Históricamente, el transporte público ha sido limitado, poco confiable y saturado. A ello se suma la corta visión empresarial del sector, el mal servicio, la escasa renovación de flotas y, sobre todo, la falta de planificación para optimizar la movilidad. El resultado es un sistema deficiente que afecta directamente a la población.
En múltiples ocasiones se han frenado o bloqueado iniciativas de sistemas masivos integrados que podrían haber ofrecido una solución real a la movilización de grandes sectores de la población hacia la ciudad. No hace falta mencionar aquel sistema que se intentó implementar años atrás y que terminó en fracaso debido a factores políticos y conflictos de intereses.
Ante esta realidad, la población se ha visto en la penosa obligación de buscar soluciones —aunque no siempre sean las mejores—, entre ellas la adquisición de motocicletas. Muchas personas creen que esta es una alternativa práctica y eficiente; sin embargo, el factor cultural vuelve a sorprendernos: los accidentes y las muertes se han incrementado de manera alarmante. Incluso podría afirmarse que la violencia ha encontrado una nueva modalidad en el tráfico. Duele constatar cómo algunas personas salen a conducir con furia y odio, sin importarles la vida humana o animal, bajo la idea errónea de que el peatón “invade” el espacio vehicular y que, para no morir, debe usar pasarelas y evitar la calle.
Adquirir una motocicleta en una agencia o comercio es relativamente fácil. Existen créditos y financiamiento —siempre que se cuente con un empleo fijo— y la importación de vehículos desde Estados Unidos se ha convertido en una opción lucrativa y altamente demandada.
La actividad laboral se encuentra fuertemente centralizada en San Salvador, lo que obliga a miles de personas a movilizarse diariamente desde las llamadas “ciudades dormitorio”. Muchas pasan hasta seis horas semanales atrapadas en el calvario del tráfico, incluso sacrificando horas de sueño para llegar puntuales a sus trabajos. Esto provoca un desgaste psíquico y emocional considerable en miles de ciudadanos. Sin políticas concretas y normalizando el caos vehicular, poco o nada hacen los gobiernos de turno. En el ámbito político y propagandístico, las obras de infraestructura son una excelente carta de presentación, pero lo verdaderamente estratégico —y lo que no exigimos con suficiente fuerza— es un plan serio de movilidad masiva para el país.
Mientras no exista una atención integral que involucre a instituciones gubernamentales, entes de planificación, técnicos, desarrolladores y empresarios, el problema será insostenible en los próximos años.
En cuanto a la huella de carbono, el cálculo anual estimado es el siguiente:
Automóviles: 1,320,000 x 4.6 t de CO₂ = 6.07 millones de toneladas de CO₂ al año.
Motocicletas: 680,000 x 1.5 t de CO₂ = 1.02 millones de toneladas de CO₂ al año.
En total, las emisiones del país rondan entre 8 y 9 millones de toneladas de CO₂ equivalente por año.
Como consecuencia, la calidad del aire empeora, el congestionamiento se vuelve crónico y el transporte se consolida como el principal talón de Aquiles climático del país. Con más de dos millones de vehículos circulando, resulta imposible mantener calles y carreteras en buen estado, reducir los accidentes viales, disminuir la mortalidad asociada y mejorar la calidad del aire.
¿Y el sector privado, qué hace frente a este problema?
En primer lugar, no basta con argumentar que se trata de “un problema estrictamente del Estado”. No darle la atención que merece puede salir muy caro. El transporte está directamente ligado al costo operativo, al riesgo reputacional, al riesgo regulatorio futuro y al riesgo financiero (ESG).
Con más de 7 millones de toneladas de CO₂ al año generadas por automóviles y motocicletas, es previsible la llegada de impuestos al carbono, restricciones de circulación y mayores exigencias en reportes ESG, así como presión por parte de bancos y organismos multilaterales. Existen ya varias gremiales que han tomado conciencia de esta realidad y están trabajando en ello.
Como sociedad, aunque nos cueste, debemos entender que cada decisión individual suma.
Experto en temas de cambio climático