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Silencios y conciencia cristiana

Los profetas, Juan el Bautista, Jesús y los apóstoles nos recuerdan que el testimonio cristiano no busca partido, sino verdad; no persigue poder, sino fidelidad; no impone por fuerza, sino que anuncia un Reino que confronta a todo reino humano.

En enero de 1933, Hitler llegó al poder en Alemania. El país era mayoritariamente cristiano y, por eso, en sus primeros discursos prometió no tocar los derechos de las iglesias, con el fin de ganarse la confianza de obispos y pastores. Sin embargo, al mismo tiempo —y desde el inicio de su gobierno— comenzó a aplicar la política de la «coordinación», que consistía en someter todas las formas de organización social a la línea del Partido Nazi. Esto incluía, por supuesto, a las iglesias.

El 63% de los alemanes se identificaba como protestante y el 32% como católico. En el caso de los protestantes, Hitler vio una gran oportunidad al notar que no contaban con una estructura central única, sino que estaban divididos en unas 28 iglesias regionales. Con la aparente buena intención de unificarlas, propuso impulsar el movimiento de los «Cristianos Alemanes»; pero su verdadero objetivo era nazificarlas.

Un sector de pastores y laicos, fervientemente afín al régimen, fue aprovechado por Hitler para introducir principios nazis en las iglesias, como el culto al liderazgo fuerte y el antisemitismo. Pocos meses después, presionó para que se realizaran elecciones eclesiásticas y así su movimiento, los «Cristianos Alemanes», ganara el control de numerosos sínodos. El plan era claro: preparar una iglesia unificada y colocar al frente a un obispo leal. Hitler lo encontró en Ludwig Müller, quien sería nombrado obispo del Reich.

Con los católicos, la táctica fue distinta, porque contaban con partidos políticos y organizaciones sólidas, con capacidad real de incidencia social. Los nazis firmaron con la Iglesia el «Concordato con el Vaticano», que garantizaba la libertad de culto, pero exigía que el clero se retirara formalmente de la política partidaria. Con ello, Hitler se anotó una victoria doble: desplazó a la Iglesia de su influencia pública y, al mismo tiempo, obtuvo un aire de legitimidad internacional al presentarse como garante del libre ejercicio de la religión.

El Concordato se negoció, se firmó y se publicitó, y casi de inmediato los nazis lo violaron: disolvieron los partidos y asociaciones católicas, restringieron sus escuelas, atacaron sus periódicos y persiguieron a sacerdotes con acusaciones inventadas. En la práctica, el Concordato sirvió únicamente como base legal para maniatar a la Iglesia.

En paralelo a las maniobras políticas, llegó la presión doctrinal contra las iglesias. En primer lugar, se las presionó para que aceptaran el antisemitismo de Estado. El nazismo ya había elaborado el llamado «párrafo ario», una cláusula discriminatoria que se introducía en leyes, reglamentos o estatutos que regían la vida social alemana. Esta exigía la ascendencia aria como condición para trabajar, pertenecer o ejercer cargos en cualquier institución.

Hitler quiso que el párrafo ario se aplicara también en las iglesias. Con ello se inició la expulsión de pastores de origen judío y se sentaron las bases para promover un «cristianismo ario», que minimizaba el Antiguo Testamento y borraba, en la práctica, la raíz judía de Jesús. En contrapartida, se fomentó una especie de religión civil alemana que, junto a las cruces, colocaba esvásticas. El objetivo era claro: que la fe cristiana se redujera a un culto patriótico, centrado en presentar al Führer como una bendición divina, y no en una fuerza capaz de criticarlo.

La historia de Alemania en 1933 no es solo pasado, es una realidad que reta a las iglesias de todos los tiempos. A primera vista, los acuerdos con el poder pueden parecer sensatos, incluso prudentes. Pero la historia revela su filo oculto: se permite predicar, siempre que no se hable de justicia; se invita a orar, siempre que no se nombre el pecado público; se tolera el evangelio, siempre que no incomode. Se pretende una religión privada e inofensiva, reducida al consuelo interior.

Pero la Escritura no conoce una fe sin consecuencias públicas: los profetas, Juan el Bautista, Jesús y los apóstoles nos recuerdan que el testimonio cristiano no busca partido, sino verdad; no persigue poder, sino fidelidad; no impone por fuerza, sino que anuncia un Reino que confronta a todo reino humano. Aunque este asalto contó con el apoyo de sectores cristianos fanatizados con Hitler, también hubo quienes se opusieron —entre otros, Karl Barth y Dietrich Bonhoeffer—, quienes darían origen a lo que sería la «Iglesia Confesante». Donde Cristo es Señor, la conciencia no se vende.

Pastor General de la Misión Cristiana Elim.

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