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El precio de claudicar

La popularidad es pasajera, el aplauso se desvanece y las mayorías cambian; pero la integridad deja huella eterna porque nace de una conciencia sometida a Dios y no al temor de los hombres.

Hay relatos bíblicos que no envejecen porque no hablan solo de reyes antiguos, sino del corazón humano en todas las épocas. El episodio de Acab y el rey de Judá Josafat yendo juntos a la guerra es uno de esos textos incómodos que desenmascaran el peligro de la complacencia espiritual. Acab, rey de Israel, no fue simplemente un gobernante débil; fue un hombre que hizo de la maldad una política de Estado y del engaño una estrategia permanente. La Escritura es clara al describirlo: “Acab hizo lo malo ante los ojos de Jehová, más que todos los que reinaron antes de él” (Primer Libro de los Reyes 16:30).

Josafat, en contraste, temía a Dios, buscaba al Señor y procuró reformas espirituales en Judá, pero aun así se dejó arrastrar a una alianza que jamás debió sellar. El engaño de Acab no comenzó con violencia, sino con diplomacia. No forzó a Josafat a la guerra; lo envolvió con palabras suaves, con promesas de victoria y con una falsa espiritualidad cuidadosamente orquestada. “Entonces el rey de Israel reunió a los profetas, como cuatrocientos hombres, a los cuales dijo: ¿Iremos a la guerra contra Ramot de Galaad, o la dejaremos? Y ellos dijeron: Ve, porque Jehová la entregará en mano del rey” (1 Reyes 22:6).

Cuatrocientos profetas hablando al unísono, pero ninguno hablando con fidelidad. El engaño más peligroso no es el que se presenta como enemigo, sino el que se disfraza de consenso espiritual. Josafat percibió que algo no estaba bien, porque el Espíritu de Dios incomoda cuando la mentira se organiza. Por eso preguntó: “¿Hay aquí algún profeta de Jehová, por el cual consultemos?” (1 Reyes 22:7). Sin embargo, el error ya estaba en marcha. Antes de oír a Dios con claridad, Josafat había comprometido su lealtad diciendo: “Yo soy como tú, y mi pueblo como tu pueblo, e iremos contigo a la guerra” (1 Reyes 22:4).

Esta frase resume la tragedia de muchos cristianos contemporáneos: igualarse con quienes no comparten los mismos valores espirituales, creyendo que la buena intención compensa la desobediencia. La aparición del profeta Micaías, es uno de los momentos más poderosos del relato. Acab lo despreciaba porque no profetizaba conforme a su conveniencia: “Yo le aborrezco, porque nunca me profetiza bien, sino solamente mal” (1 Reyes 22:8). La verdad siempre será incómoda para quienes han hecho pactos con la mentira. Micaías declara sin temor el consejo del Señor y revela una realidad espiritual estremecedora.


Dios permitió un espíritu de mentira para desenmascarar el corazón de Acab y llevarlo al juicio que él mismo había sembrado. “Y salió un espíritu, y se puso delante de Jehová, y dijo: Yo le induciré. Jehová le dijo: ¿De qué manera? Y él dijo: Yo saldré, y seré espíritu de mentira en boca de todos sus profetas. Y Jehová dijo: Le inducirás, y aun lo conseguirás; ve, pues, y hazlo así.”(1 Reyes 22:20–22). Aquí se revela la profundidad de la maldad humana: cuando una persona rechaza sistemáticamente la verdad, Dios permite que sea gobernada por la mentira que ama. Este principio no ha cambiado.

En nuestros tiempos, abundan discursos religiosos, ideológicos y morales que prometen seguridad y progreso, pero que rehúyen el arrepentimiento y la santidad. Muchos desean escuchar solo aquello que confirma sus decisiones, no lo que las confronta. Como Acab, prefieren profetas que tranquilicen la conciencia antes que voces que llamen a obediencia.


El desenlace es trágico y profundamente simbólico. Acab se disfraza para la batalla, mientras Josafat va vestido como rey. El mal siempre intenta usar a los justos como escudo.


“El rey de Israel dijo a Josafat: Yo me disfrazaré, y entraré en la batalla; pero tú vístete tus ropas” (1 Reyes 22:30).

Cuando el peligro llegó, Acab murió conforme a la palabra del Señor, y Josafat solo fue librado cuando clamó a Dios: “Josafat clamó, y Jehová lo ayudó” (1 Reyes 22:32). El que coquetea con el error termina expuesto; el que clama al Señor, aun en medio de su imprudencia, encuentra misericordia. La aplicación para hoy es urgente. Vivimos tiempos donde la presión social empuja a los cristianos a suavizar convicciones, a guardar silencio frente al pecado y las injusticias, los impulsa a participar en alianzas que contradicen la verdad bíblica. Permanecer firmes no es fanatismo, es fidelidad.

El llamado sigue siendo claro: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento” (Romanos 12:2). No toda alianza es de Dios, no toda mayoría tiene razón, y no todo discurso religioso proviene del Señor. Acab representa al sistema que odia la verdad porque expone su maldad; Josafat representa al creyente que debe decidir si será firme o complaciente. Micaías representa la voz profética que no se vende ni se calla. En estos tiempos de confusión, el verdadero cristiano está llamado a no claudicar, a no disfrazarse y a no callar ante las injusticias.

La verdad no se negocia, se vive. Y solo quienes permanecen firmes honran verdaderamente al Señor Jesucristo, aun cuando el costo sea alto. La historia de Acab y Josafat sigue viva cada vez que un creyente decide callar para encajar, ceder para no incomodar o aliarse con el error para conservar una falsa paz. El engaño siempre promete ventajas inmediatas, pero termina cobrando un precio alto, porque la mentira no solo conduce al fracaso, termina endureciendo el corazón. Acab murió disfrazado, confiando en su astucia, mientras Josafat solo fue librado cuando clamó al Señor, recordándonos que la misericordia de Dios alcanza al que se arrepiente, pero nunca legitima la desobediencia.

En tiempos donde la verdad es relativizada y la firmeza es confundida con intolerancia, el cristiano está llamado a permanecer sin claudicar. No toda mayoría tiene razón, no toda voz que predica viene de Dios y no toda alianza es segura. La fidelidad al Señor Jesucristo exige convicciones firmes, aun cuando el costo sea alto. Al final, no será recordado quien fue más aceptado o popular, sino quien fue íntegro en sus convicciones cuando la presión invitaba a ceder. La historia no honra a quienes acomodaron la verdad para sobrevivir, sino a quienes permanecieron firmes cuando decir lo correcto tenía un costo personal.

La popularidad es pasajera, el aplauso se desvanece y las mayorías cambian; pero la integridad deja huella eterna porque nace de una conciencia sometida a Dios y no al temor de los hombres. La verdad no se disfraza para agradar, no se adapta para encajar ni se negocia para evitar conflictos. La verdad permanece, aun cuando incomoda, confronta y deja al cristiano en minoría. Quien decide caminar en ella puede quedar solo por un tiempo, pero nunca estará abandonado, porque la fidelidad al Señor Jesucristo siempre tiene respaldo divino. En un mundo que premia la conveniencia y castiga la firmeza, mantenerse íntegro no es debilidad, es valentía espiritual.

Abogado y teólogo.

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