El comunismo materializó su globalismo a través del materialismo histórico, con el “gran Otro” encarnado en el Partido Comunista y sus líderes (Lenin, Stalin, Mao, Fidel) como vanguardia infalible de la dialéctica.
El comunismo materializó su globalismo a través del materialismo histórico, con el “gran Otro” encarnado en el Partido Comunista y sus líderes (Lenin, Stalin, Mao, Fidel) como vanguardia infalible de la dialéctica.
Si bien la Iglesia Católica representa la primera institución globalista exitosa en la historia, no ha sido la única. La segunda gran manifestación de esta lógica supranacional surge con el Islam, que aunque apareció posteriormente al cristianismo en el siglo VII, mantiene una fuerza considerable en la actualidad y comparte similitudes estructurales profundas con su predecesor. El uso del epíteto de ‘primera’ responde únicamente a la manera lineal en que solemos narrar la historia, ordenando los acontecimientos según su aparición cronológica. En realidad, la relación de precedencia se limita a su surgimiento, pues una vez establecidas, ambas tradiciones han corrido juntas, entrelazándose en múltiples ocasiones. Han funcionado casi como un matrimonio: en la salud y en la enfermedad, en la prosperidad y en la pobreza, en la cooperación y en el conflicto. Su vínculo ha estado marcado tanto por la rivalidad como por el intercambio cultural, político y espiritual, generando una dinámica de mutua influencia que trasciende la simple sucesión temporal y revela la naturaleza profundamente interconectada de estas dos instituciones globales
Al igual que la Iglesia Católica, el Islam se basa en una «idea» unificadora centralizada —la fe absoluta en Alá y su profeta Mahoma— que trasciende fronteras nacionales, culturales y sociales para imponer un control normativo total sobre la vida individual y colectiva.
Esta «idea» actúa como argamasa poderosa, similar al rol que jugó la creencia divina en el cristianismo católico: un cemento ideológico que legitima una autoridad supranacional capaz de subyugar poderes políticos locales. La prueba más clara es la Sharia, la ley islámica que no se limita a lo espiritual, sino que regula todos los aspectos de la existencia —penal, civil, familiar, económico y político— pretendiendo aplicarse a comunidades, naciones o incluso al mundo entero. Históricamente, los califatos (como el Rashidun, Omeya y Abasí) expandieron este modelo por conquista y conversión, estableciendo un orden teocrático que dictaba creencias, conducta moral, comercio y gobernanza, más allá de cualquier Estado nacional.
En este sentido, la propuesta de Slavoj Žižek resulta iluminadora: el ‘deseo’, concebido como el objeto sublime de la ideología, alcanza su satisfacción a través del ‘Gran Otro’. En el caso de la religión, ese Gran Otro se encarna en la figura divina, que actúa como garante último de sentido y legitimidad La autoridad religiosa no solo organiza la vida social, sino que también responde a la necesidad humana de un referente absoluto, un Otro que garantice la coherencia del mundo y legitime las normas que lo sostienen. Podemos considerar que se trata de una ideología porque, más allá de la dimensión espiritual, la religión articula un sistema de valores, prácticas y representaciones que orientan la conducta colectiva, legitiman estructuras de poder y producen sentido compartido.
En esta línea de ideas, las religiones funcionan como ideologías en tanto ofrecen un marco totalizante que regula lo social y lo político, al tiempo que satisfacen el deseo de trascendencia y de orden. Así, la fe no se limita a la esfera íntima, sino que se convierte en un dispositivo ideológico capaz de estructurar comunidades enteras y proyectarse como autoridad supranacional.
En sus momentos de auge, el Islam ejerció control comparable al de la Iglesia medieval: determinaba lo permisible en la fe y la herejía, regulaba matrimonios, herencias y contratos comerciales mediante la zakat (impuesto religioso), y limitaba el pensamiento disidente bajo la amenaza de apostasía. Esta estructura centralizada, anclada en la «idea» de sumisión total (islam significa literalmente «sumisión»), permitió al Islam homogeneizar vastas regiones desde España hasta India, trascendiendo divisiones tribales o étnicas en favor de un sistema normativo globalista.
Sin embargo, no todas las religiones operan bajo esta lógica globalista. El [hinduismo](webcon más de 1.200 millones de seguidores, ilustra perfectamente esta distinción. Aunque influye profundamente en la vida espiritual, social y cultural de India —a través del dharma personal, castas (varna) y ciclos vitales (ashramas)—, carece de una autoridad central única como un papa o califa. No posee una ley universal rígida equivalente a la Sharia ni una jerarquía institucional que dicte normas políticas o económicas transnacionalmente. Históricamente, el hinduismo nunca expandió por conversión forzada ni estableció imperios teocráticos supranacionales; se mantuvo descentralizado y endogámico en el subcontinente indio, priorizando tradiciones locales sobre una homogeneización global.
Esta diferencia es crucial: el hinduismo demuestra que una fe masiva no implica automáticamente ambición globalista. Ciertamente el cristianismo católico y el Islam han perseguido —y siguen persiguiendo— un control supranacional centralizado mediante su «idea» unificadora, subyugando poderes seculares y moldeando cosmovisiones enteras. Ambas religiones representan expresiones históricas del deseo globalista: fuerzas normativas que convierten la esfera «globo» en un espacio administrable bajo una verdad única, inquebrantable y totalizante.
El eugenismo y el nazismo representan una variante racial y mesiánica del globalismo: su «idea» unificadora giraba en torno a la pureza aria, garantizada por el “gran Otro” —el Partido Nacionalsocialista y el Führer como encarnación absoluta del destino racial superior—. Este Otro simbólico satisfacía el deseo colectivo de orden milenario, mientras que el «objeto a» enemigo —judíos, eslavos, discapacitados— fue construido como amenaza fantasmática que justificaba la eliminación sistemática y la reorganización global bajo un Reich totalizante. Esta dinámica transformó la esfera «globo» en un espacio jerárquico y administrable por una élite racial, trascendiendo fronteras nacionales mediante alianzas y conquistas.
Por su parte, el comunismo materializó su globalismo a través del materialismo histórico, con el “gran Otro” encarnado en el Partido Comunista y sus líderes (Lenin, Stalin, Mao, Fidel) como vanguardia infalible de la dialéctica. Esta estructura centralizadora satisfacía el deseo de igualdad absoluta, mientras que el «objeto a» enemigo —burguesía, imperialismo— legitimaba su supresión mediante la dictadura del proletariado y la exportación revolucionaria vía Comintern. Desde la URSS hasta China y Cuba, este modelo buscó unificar el planeta bajo la promesa de una sociedad sin clases, controlando economía, cultura y pensamiento por encima de soberanías locales.
No se trata de conspiracionismo ni de paranoia, sino de reconocer que detrás de estos intentos late una pulsión profundamente humana: el placer de ejercer poder, no sobre lo distinto, sino sobre los iguales.
Hoy, nuevas fuerzas promueven un globalismo sustentado en diferentes ‘ideas’ y en la construcción de nuevos ‘Otros’, con sus propios “objetos a” enemigos, que merecen ser examinados con detenimiento y por separado, en un capítulo de cierre.
Médico, Master en Nutrición Humana y Abogado de la República
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