El dictador que se mostraba de izquierda lanzó improperios contra «el imperialismo» (Estados Unidos), se atrincheró en su cuartel general y formó milicias populares para repeler la invasión que se avecinaba. Gente de los barrios más pobres, inexpertas y mal armadas, fueron dadas de alta militar. Argumentaba la necesidad de mantener el control para «preservar la estabilidad y la soberanía», a pesar de las acusaciones de EE.UU. por narcotráfico y crimen organizado, así como el asesinato de notables políticos de la oposición a manos de los militares. Pero también trató de negociar… sin embargo, ya la decisión estaba tomada.
El presente relato no se refiere al venezolano Nicolás Maduro, sino al otrora «hombre fuerte» de Panamá, Manuel Antonio Noriega, cuyo régimen fue derrocado el 20 de diciembre de 1989 por la invasión militar llamada «Causa Justa» de Estados Unidos.
Maduro parece estar repitiendo ese guión: ha formado milicias populares, se muestra bravucón contra «el imperio», trata de conseguir el apoyo de Rusia, Irán y otros miembros de la «cofradía del terror». Pero sabe que todos sus movimientos no le garantizan salir airoso.
En 1989, tras unas elecciones en que la oposición ganó abrumadoramente, Noriega se negó a ceder el poder. La invasión de Panamá fue fulminante: en pocas horas las tropas de Estados Unidos (26,000 soldados) habían destruido a las llamadas «Fuerzas de Defensa de Penamá», el enfrentamiento había significado el bombardeo de barrios como El Chorrillo y finalmente Noriega salió huyendo a refugiarse a la Nunciatura Apostólica (embajada del Vaticano), de donde tuvo que salir el 3 de enero de 1990, agobiado por el rock pesado que los militares estadounidenses le ponían con parlantes estridentes.
Ni sus bravuconadas ni sus milicias populares ni sus negociaciones con sus antiguos jefes en la Central de Inteligencia Americana (CIA) ni su amistad con regímenes de izquierda como el de Ortega en Nicaragua le sirvieron.
El Pentágono estimó que 516 panameños murieron durante la invasión, incluidos 314 soldados y 202 civiles. Un total de 23 soldados estadounidenses y tres civiles estadounidenses murieron.
El «Cara de Piña», que se creía un mesías o enviado de Dios, fue extraditado a Estados Unidos, juzgado por narcotráfico y condenado, mientras en Panamá también enfrentaba condenas por otros crímenes, entre ellos el horrendo asesinato y decapitación del exministro Hugo Spadafora a manos de los militares.
A la salida de Noriega se disolvió el ejército y se fundó una nueva fuerza pública civil. Se estableció un gobierno civil –ya no títere como los anteriores– liderado por Guillermo Endara.
Ese es el panorama que le espera a Maduro, a menos que salga huyendo en un vuelo nocturno o que, como ocurrió hace siete años, la amenaza de la primera administración Trump se quede en un «todas las posibilidades están sobre la mesa» y no pase nada.
Mientras Maduro languidece, María Corina celebra su premio Nobel
Mientras la incertidumbre acosa a Maduro, la líder de la oposición venezolana María Corina Machado recibe el Premio Nobel de la Paz, muy merecido por su lucha de años contra la dictadura chavista.
Las izquierdas intoxicadas por el castrismo y el chavismo, tanto en América como en Europa, están lanzando toda clase de cuestionamientos al premio, pero nunca se ha oído que clamen contra la represión y los abusos a los derechos humanos cometidos por las dictaduras en Cuba, Venezuela y Nicaragua.
María Corina Machado, por su parte, en la recepción del galardón mundial recordó que «la democracia más fuerte se debilita cuando sus ciudadanos olvidan que la libertad no es algo que debamos esperar, sino algo a lo que debemos dar vida. Es una decisión personal, consciente, cuya práctica cotidiana moldea una ética ciudadana que debe renovarse cada día».