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Una voz necesaria en tiempos turbulentos

El pastor y el sacerdote no son jueces ni fiscales, pero tampoco son espectadores pasivos. Son llamados a denunciar el pecado, pero también a restaurar al pecador arrepentido; a proclamar verdad, pero también a encarnar misericordia; a iluminar la mente, pero también a sanar el corazón.

En la historia humana, cuando las sociedades atraviesan momentos de transición, dolor o persecución, la presencia de los líderes espirituales se vuelve indispensable. Pastores y sacerdotes católicos, aunque procedentes de tradiciones distintas, participan de una misma vocación profundamente bíblica: ser la presencia compasiva de Dios en medio del sufrimiento humano. No son figuras llamadas a justificar al poderoso, ni a alinearse con el poder político de turno, ni a defender ideologías ni a sumarse a posturas políticas partidarias. Su misión no es interpretar la fe según el rumbo de un gobierno, sino permanecer fieles al Evangelio del Señor Jesucristo acompañando a los que sufren, consolando a los que lloran, defendiendo la dignidad de los débiles y prodigando esperanza a los que no tienen voz.

Esta vocación espiritual, lejos de ser una postura política, es un compromiso moral y teológico que atraviesa generaciones y sistemas, porque nace de la Palabra de Dios y no de los intereses humanos. El Salvador vive un momento histórico de grandes transformaciones. Se perciben avances en seguridad, nuevas expectativas en la población y un ambiente distinto al que predominó durante décadas.

Sin embargo, ninguna reforma social, por profunda que sea, elimina de inmediato el dolor humano. Siguen existiendo familias que lloran pérdidas irreparables, comunidades marcadas por la pobreza, jóvenes que no encuentran dirección, personas privadas de libertad que luchan por una oportunidad de reivindicación y familias enteras que se desmoronan emocionalmente bajo la carga del miedo, la incertidumbre o la injusticia. En este contexto, el papel del pastor y del sacerdote es crucial: no para confrontar al Estado, ni para avalarlo de forma automática, sino para recordar que cada persona, sin excepción lleva en sí misma la imagen de Dios, tal como se afirma en Génesis 1:27: «Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó». No están para justificar errores del poder, pero tampoco para convertirse en actores de oposición; su misión es muchísimo más elevada y profundamente humana: encarnar la compasión del Señor Jesucristo en medio de un pueblo que sufre. En la Biblia encontramos un patrón claro. El Señor Jesucristo se acercaba a los marginados, caminaba con los rechazados, se preocupaba por los enfermos y dignificaba a los despreciados.

El Señor declaró en Lucas 4:18, citando a Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto me ha ungido para dar buenas nuevas a los pobres; me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón, a pregonar libertad a los cautivos y vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos». Los poderosos de su época buscaban su aprobación; sin embargo, el Señor Jesucristo jamás adaptó su mensaje para complacer a ninguna élite. Su misión fue anunciar el Reino de Dios, liberar a los cautivos, sanar a los quebrantados y proclamar esperanza a los pobres.

El pastor y el sacerdote, desde su particular tradición, participan de esa misma misión evangelizadora. Están llamados a ser presencia viva de Dios entre los quebrantados de espíritu, los encarcelados olvidados, los enfermos que no encuentran alivio, los pobres que no son escuchados y aquellos que claman justicia en silencio porque no tienen fuerzas para defenderse. Esa misión no se negocia ni se adapta según las circunstancias del país; permanece firme porque está arraigada en el corazón de la Escritura y en el mandato del Señor Jesucristo.

Hebreos 13:3: dice así: «Acordaos de los presos, como si estuvierais presos juntamente con ellos; y de los maltratados, como que también vosotros mismos estáis en el cuerpo». Este mandato no es político ni reivindicativo. Es profundamente espiritual y ético. Nos recuerda que el valor de una sociedad no se mide solo por su seguridad o su prosperidad, sino también por su capacidad de mirar al ser humano con dignidad, incluso cuando ese ser humano está en su punto más bajo. El papel del pastor y del sacerdote no es justificar decisiones estatales, pero tampoco atacarlas.

Su papel es acompañar a quienes sufren las consecuencias de cualquier sistema humano, ofreciendo consuelo a las familias, esperanza a los afligidos, orientación espiritual a los procesados y oración constante por quienes buscan una oportunidad de reconstrucción. El Señor Jesucristo nos enseñó en Mateo 25:36: «Estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí». En este sentido, la labor espiritual consiste en actuar como si cada necesidad humana proviniera de Cristo mismo llamando a la puerta, así mismo en un país donde aún sobreviven cicatrices de violencia, pobreza, abusos emocionales y rupturas familiares.

La tarea pastoral y sacerdotal adquiere un valor restaurativo inmenso. en Santiago 1:27: se declara «La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es esta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones, y guardarse sin mancha del mundo». Esta no es una instrucción doctrinal abstracta, sino un llamado concreto a la acción. A la luz de pasajes como Isaías 61:1, Mateo 25:40, Romanos 12:15 («Gozaos con los que se gozan; llorad con los que lloran») y tantos otros, queda claro que la función espiritual es servir como puente entre la gracia de Dios y el sufrimiento humano.

Los líderes espirituales están destinados a abrir espacios de escucha, a sanar con la Palabra, a formar moralmente a las nuevas generaciones, a promover el perdón, la reconciliación y la justicia restaurativa que la Biblia enseña desde los profetas hasta los apóstoles. El pastor y el sacerdote no son jueces ni fiscales, pero tampoco son espectadores pasivos. Son llamados a denunciar el pecado, pero también a restaurar al pecador arrepentido; a proclamar verdad, pero también a encarnar misericordia; a iluminar la mente, pero también a sanar el corazón.

Miqueas 6:8 resume esta vocación con una claridad contundente: «Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno; y qué pide Jehová de ti: solamente hacer justicia, y amar misericordia, y humillarte ante tu Dios». Esta es la esencia del ministerio espiritual en cualquier época y bajo cualquier sistema político. La vocación pastoral, por tanto, no es justificar al poderoso. Es elevar la voz a favor del que no tiene voz, acompañar al que sufre, visitar al olvidado, animar al débil y proclamar que la última palabra no la tiene el sufrimiento, sino el Señor Jesucristo.

Desde esta postura bíblica y humana, tanto pastores como sacerdotes pueden contribuir a que El Salvador no solo sea un país en transición social, sino también un país en transición espiritual, donde el cambio externo vaya acompañado de una profunda sanidad interior. Cuando los líderes espirituales asumen su misión con fidelidad, valentía y compasión, toda la nación —más allá de ideologías o gobiernos— experimenta una esperanza más profunda, más duradera y verdaderamente transformadora.

Abogado y teólogo.

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