No se trata de liberar delincuentes, sino de liberar al Derecho de su propio secuestro.
No se trata de liberar delincuentes, sino de liberar al Derecho de su propio secuestro.
En el laboratorio jurídico llamado El Salvador, el Derecho Penal atraviesa una crisis de identidad digna de un dictamen pericial. El proceso penal, que la doctrina describe como «la vía racional para la búsqueda de la verdad» (artículo 11 de la Constitución), ha terminado pareciéndose más a un trámite administrativo con crisis de ansiedad: se abre, se suspende, se prorroga y, a veces, se olvida. El debido proceso —esa joya constitucional que tanto defendimos en las aulas— hoy se invoca más como poema que como garantía y su aplicación práctica oscila entre el minimalismo y la amnesia institucional.
Por su parte, la justicia salvadoreña parece vivir en régimen de excepción permanente… incluso cuando duerme. Los tribunales se han vuelto equilibristas del absurdo jurídico: aplican medidas cautelares que cautelan poco, celebran audiencias sin audiencia y dictan resoluciones que, si uno las lee en voz alta, podrían concursar en el Festival de Comedia Jurídica de Centroamérica. No es ironía; es empirismo procesal. Las cárceles, mientras tanto, han evolucionado con admirable dinamismo: ya no son solo centros penitenciarios, sino ecosistemas jurídicos donde conviven el principio de resocialización el hacinamiento y la espera eterna del juicio.
Algunos dicen que ahí dentro el tiempo no pasa; yo sostengo que pasa, pero sin notificación previa. A este paso habrá que incluir en la currícula universitaria la nueva materia de moda: Derecho Penitenciario Infinito I y II, con prácticas en celdas de hacinamiento controlado.
Sin embargo, entre la sátira y el desaliento, hay una ventana doctrinal que aún deja pasar luz: la justicia restaurativa, que rescata la idea de que castigar sin reparar es jurídicamente estéril. Porque un sistema penal que solo sabe encarcelar, sin distinguir grados de responsabilidad ni ofrecer caminos de reconciliación, termina violando no solo el artículo 12 Cn, sino también el sentido común.
Es hora de repensar la justicia, no para debilitarla, sino para devolverle legitimidad. Y como advertía el sabio Salomón en Proverbios 17:15: «El que justifica al impío y el que condena al justo, ambos son igualmente abominación a Jehová». La justicia que no equilibra, condena doblemente: al inocente que encierra y al sistema que pierde su alma. El Derecho Penal nació para proteger bienes jurídicos, no para engordar estadísticas. Pero en la práctica se ha convertido en una maquinaria de encarcelamiento colectivo donde la presunción de inocencia ya no es un principio constitucional, sino una leyenda urbana.
En el país donde hasta los santos necesitan solvencia policial, todo ciudadano es potencial imputado y todo imputado es presunto culpable «hasta que se demuestre lo contrario o hasta nuevo aviso». Desde la perspectiva del garantismo penal, la detención masiva sin individualización de responsabilidad es un disparate jurídico. Pero desde la perspectiva política, parece una victoria épica. El problema no es perseguir el delito, sino confundir justicia con espectáculo. Cuando el Derecho Penal se usa como aspiradora de problemas sociales, termina tragándose hasta la alfombra.
Mencionar justicia restaurativa en este contexto suena a cuento de hadas constitucional, pero es en realidad una herramienta sofisticada de equilibrio jurídico. No busca absolver al culpable, sino reparar el tejido social, reinsertar con dignidad y reducir el resentimiento colectivo. No es perdón sin justicia, sino justicia con propósito. El colapso penitenciario salvadoreño requiere más que cemento: requiere pensamiento. Construir más cárceles no resuelve la raíz del problema, solo amplía el silencio. Lo necesario es crear tribunales restaurativos y una Comisión Nacional de Revisión Judicial que audite las detenciones.
Que evalúe proporcionalidad y garantice la aplicación real del principio de humanidad penal. No se trata de impunidad, sino de responsabilidad institucional. El principio de proporcionalidad, esa brújula olvidada del sistema penal, ha sido reemplazado por el principio de «mejor que sobre y no que falte». Se detiene primero, se investiga después y se sentencia cuando haya cupo. Sin embargo, aún quedan juristas que se atreven a decir que el respeto al debido proceso no es debilidad: es valentía. La justicia salvadoreña, pese a todo, tiene alma. Lo que necesita es tratamiento intensivo, no eutanasia.
Reírnos de sus excesos no es burla, es diagnóstico: porque a veces la ironía es el último recurso antes del recurso de amparo. La justicia restaurativa podría ser el puente entre la represión y la rehabilitación. Permitiría revisar sentencias, diferenciar casos y abrir un camino legalmente viable para liberar a quienes fueron privados de libertad sin pruebas sólidas o con procesos viciados. En otras palabras, no se trata de liberar delincuentes, sino de liberar al Derecho de su propio secuestro. Más utópico que una justicia restaurativa sería creer que la seguridad se construye sobre un colapso carcelario.
En un Estado de Derecho, la justicia no se mide por la cantidad de presos, sino por la calidad de los juicios, por la precisión de sus razonamientos y por la humanidad de sus decisiones. La fuerza legítima del Estado no radica en su capacidad para castigar, sino en su sabiduría para discernir. Porque una sociedad que confunde autoridad con dureza, termina llamando justicia al miedo y orden al silencio. El desafío no es encarcelar más, sino juzgar mejor. No se trata de debilitar el sistema penal, sino de fortalecer su ética interna, de recordar que cada proceso judicial es una ecuación donde la ley se encuentra con la dignidad humana.
Castigar sin diferenciar es tan injusto como absolver sin entender. La verdadera justicia no necesita aplausos, sino conciencia. El futuro jurídico de El Salvador dependerá de si somos capaces de pasar de un Derecho Penal punitivo a un Derecho Penal restaurativo, donde la pena deje de ser sinónimo de venganza y recupere su naturaleza constitucional de reinserción.
El artículo 27 de nuestra Carta Magna no fue redactado para decorar tratados, sino para recordarnos que el castigo sin propósito se convierte en tortura legalizada. El principio de humanidad exige que el Estado no actúe como enemigo, sino como tutor de la dignidad; que el juez no sea verdugo, sino equilibrador; y que el abogado deje de ser un mero procesalista para convertirse en un guardián del alma jurídica de la nación. Porque, al final, la justicia no se defiende solo con leyes, sino con valores. Dice el profeta Isaías 1:17: «Aprended a hacer el bien; buscad el juicio, restituid al agraviado, haced justicia al huérfano, amparad a la viuda».
Quizá esa sea la reforma constitucional pendiente: la de la misericordia. Una Constitución que no solo organice el poder, sino que recuerde el deber de la compasión. Porque una nación que encierra a su gente sin distinguir culpa de sospecha, termina también encarcelando su propio futuro.
Restaurar la justicia no es debilidad política; es fortaleza moral. Es el acto más valiente que puede emprender un Estado: reconocerse humano. Y mientras la ley se reescribe en decretos, la conciencia jurídica del país sigue esperando su audiencia final, donde el juez será la historia, la defensa será la verdad, y el veredicto dependerá de si supimos —o no— hacer justicia con corazón y con ley.
Abogado y teólogo.
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