Mi madre siempre inspiró lo más sublime de la vida. Y su más dulce herencia fueron las eternas melodías que quedaron guardadas para siempre en los confines de mi ser
Mi madre siempre inspiró lo más sublime de la vida. Y su más dulce herencia fueron las eternas melodías que quedaron guardadas para siempre en los confines de mi ser
Mi abuela Emilia tocaba la mandolina. Al igual que mi madre fue una mujer hermosa pero desdichada en el amor. No obstante, la música de la bandurria iba escrita en sus almas. Con el correr de los años –en sus días de soledad de mujer abandonada— mamá se apartaba a su secreto santuario a tocar en la guitarra baladas de íntima felicidad. La «música de las estrellas» llenaba su amante corazón y con ella me hacía dormir en su vientre, abrazando contra su pecho su vihuela de cedro. Así -desde antes de nacer- yo escuchaba en el sueño del océano amniótico de su ser aquellas melodías de infinita y feliz nostalgia. Con los años la vida nos separó, como suele hacerlo con las humanas aves en migración. Cruzando los rumbos del destino cada quien se pierde en un distinto viaje, escrito en la líneas de las manos. Mi madre siempre inspiró lo más sublime de la vida. Y su más dulce herencia fueron las eternas melodías que quedaron guardadas para siempre en los confines de mi ser. Ahora, en los instantes del íntimo y emotivo mundo de mi soledad, una lejana bandurria suena a lo lejos, iluminando el silencio del mundo. Será la mandolina de la abuela –o la lira de cedro de mi madre—sonando en la memoria de bronce del cordaje. Algunas mariposas pueden oír la música con sus alas. Igual las alas del corazón escuchan las tonadas del recuerdo lejano y querido. (III) de «Leyenda del Otro Lado de la Piel» © C.B.
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