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Nostalgia del patio imaginario

Al fin y al cabo somos sólo eso cuando nos arrebata la nostalgia del tiempo perdido

Ante mí aparecieron las verdes llanuras que se extienden desde Guaymumuz hasta San Julián. Entre los arbustos de zarzamora y cerezas silvestres saltaba alguna liebre parda, libre y gozosa. Adentrado en la “Cordillera del Bálsamo” divisé a lo lejos -entre un claro del recuerdo- la solariega casona de los balsamares del abuelo “Alfonso del Mar” como luciera cien años atrás. Él no era oriundo del mar pero desde la cumbre se pasaba los días, contemplando su lejana grandeza, como viéndose a sí mismo en el infinito piélago. El tiempo no había cambiado el paisaje y el fresco torrente de los secretos riachuelos. Lo demás que trata de retener la añoranza pareció volver a vivir con sus imágenes eternamente verdecidas. Entonces vi a mi madre -niña y alegre al otro lado del aire- sentada en la mecedora del corredor que daba a los patios de la casa, entonces solamente imaginarios. Su mirada parecía un tanto triste viendo aquella lejanía. Un gato blanco en sus piernas le ronroneaba cuentos de felicidad. En mi evocación habría creído que -por su naturalidad- los fantasmas de la nostalgia eran tan reales como yo. Pero lo cierto es que no se puede decir con certeza si lo real era lo que estaba aquí o al otro lado del aire, del tiempo y la ausencia. Al fin y al cabo somos sólo eso cuando nos arrebata la nostalgia del tiempo perdido. O, mejor dicho, del tiempo que nos perdió a nosotros. (I) de “Leyenda del Otro Lado de la Piel” © C.B.

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