No todo lo que brilla en la oscuridad es luz, y no todo lo que parece diversión es inofensivo para el alma
No todo lo que brilla en la oscuridad es luz, y no todo lo que parece diversión es inofensivo para el alma
Cada año, al aproximarse el final de octubre, las ciudades del mundo se tiñen de un ambiente que muchos consideran festivo: escaparates llenos de calabazas sonrientes, disfraces que mezclan lo grotesco con lo infantil, hogares adornados con fantasmas y murciélagos y una industria del entretenimiento que promueve películas y series en que el horror se convierte en espectáculo. Para la mayoría, Halloween es solo una ocasión para reír, compartir dulces y disfrutar del misterio. Pero detrás de esa aparente inocencia se oculta una realidad espiritual que merece ser observada con discernimiento.
Porque no todo lo que brilla en la oscuridad es luz, y no todo lo que parece diversión es inofensivo para el alma. El llamado «Halloween» proviene de una antigua celebración celta conocida como Samhain, que marcaba el fin de la cosecha y el inicio del invierno, una época que los antiguos pueblos asociaban con la muerte y el regreso de los espíritus. Creían que, durante esa noche, el velo entre el mundo de los vivos y el de los muertos se hacía delgado, permitiendo la entrada de almas errantes y entidades malignas. Para protegerse, encendían hogueras y usaban máscaras para ahuyentar a los espectros.
Con el tiempo, la festividad fue absorbida y maquillada por la cultura moderna, adoptando un rostro aparentemente inocente y comercial. Sin embargo, su esencia sigue siendo la misma: la exaltación del miedo, la oscuridad y la muerte. Desde una perspectiva teológica, esta práctica no es neutral. Jesús afirmó con claridad: «El que no está conmigo, está contra mí» (Mateo 12:30). En el ámbito espiritual, no existen zonas grises: o se camina en la luz de Cristo o se transita en las sombras que se oponen a Él.
Cuando una sociedad «normaliza» la estética del horror y cuando los niños se visten de demonios, brujas o espíritus y los adultos celebran la muerte como entretenimiento, se está abriendo, aunque sea sin intención consciente, un espacio de legitimidad para las tinieblas. Lo que comienza como un juego puede transformarse en una puerta espiritual que da acceso al enemigo. El apóstol Pablo, en su carta a los efesios, advierte con firmeza: «No deis lugar al diablo» (Efesios 4:27). Esta breve frase encierra una verdad profunda: el mal no necesita una invitación explícita; le basta una rendija, una distracción, una aparente inocencia.
Las películas de terror, los juegos de invocaciones, los rituales disfrazados de broma o incluso la fascinación por lo macabro son formas modernas de abrir puertas espirituales. Cuando el alma se expone repetidamente a imágenes de miedo, violencia o muerte, el corazón se va endureciendo y el espíritu pierde sensibilidad. Lo que ayer provocaba repulsión, hoy se consume con placer; lo que antes era condenable, ahora se llama «diversión». Así opera el enemigo: no destruye de golpe, sino que seduce poco a poco, vistiendo el pecado de entretenimiento y la oscuridad de curiosidad.
Particularmente preocupante es el efecto que esta cultura tiene en los niños. Ellos, más que nadie, están en formación espiritual y emocional. Cada imagen que ven, cada símbolo que adoptan, deja una huella en su mente y en su espíritu. Cuando un niño se disfraza de criatura infernal o se divierte con lo tenebroso, sin saberlo, está participando simbólicamente de lo que representa el mal. No se trata de superstición, sino de discernimiento: los símbolos tienen poder porque comunican realidades invisibles. Y cuando esas realidades contradicen la naturaleza santa de Dios, abren grietas por las cuales las tinieblas pueden ejercer influencia.
En tiempos donde el entretenimiento se ha convertido en el nuevo ídolo de la sociedad, los padres cristianos tienen la tarea urgente de custodiar los sentidos y corazones de sus hijos. Muchos creen que basta con enseñar buenos modales o moralidad básica, pero la batalla hoy no es solo moral: es espiritual. Vivimos en una era donde el enemigo no se presenta con cuernos ni tridente, sino con pantallas, canciones pegajosas, series de moda y películas que trivializan lo demoníaco. Cada contenido consumido forma parte de una pedagogía invisible que enseña a los niños a reír del mal y a habituarse al miedo.
Dios nos ha confiado la misión de formar generaciones que amen la luz y rechacen la oscuridad. El libro de Oseas nos recuerda: «Mi pueblo perece por falta de conocimiento» (Oseas 4:6). El desconocimiento espiritual no nos libra de las consecuencias de nuestras decisiones. Si un padre permite, por comodidad o desconocimiento, que su hijo participe de celebraciones que exaltan lo oscuro, está descuidando su deber de guardián del alma. La verdadera paternidad cristiana no teme parecer anticuada, sino que busca agradar a Dios antes que a la cultura.
Algunos podrían pensar que oponerse al Halloween es exagerado, que todo depende de la intención con que se celebre. Pero la Escritura nos enseña que no se puede servir a dos señores (Mateo 6:24). No basta con tener buenas intenciones si las acciones contradicen la santidad de Dios. En un mundo donde la oscuridad se celebra, resistirla es un acto de fe. No se trata de imponer reglas, sino de encarnar la diferencia que proviene del Evangelio. La verdadera alegría no nace del miedo ni del disfraz, sino de la libertad de saberse hijos de la luz. Cuando el creyente celebra lo que Dios condena, confunde el testimonio de la fe.
Pero cuando, con amor y firmeza, decide apartarse de lo que contamina, se convierte en un faro que ilumina el camino de otros. Resistir Halloween no es una muestra de intolerancia, sino de fidelidad a la verdad espiritual que Cristo reveló: «Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas» (Juan 8:12). La batalla espiritual de nuestros días no se libra en templos antiguos ni en rituales visibles, sino en las decisiones cotidianas: qué vemos, qué celebramos, qué enseñamos a nuestros hijos. Cada elección revela a quién servimos. Halloween, bajo su máscara de diversión, es una cita con la oscuridad.
Pero el cristiano ha sido llamado a caminar en la luz. Por eso, este 31 de octubre, mientras muchos se disfrazan para mezclarse con las tinieblas, que nuestras familias se vistan de verdad, de oración y de pureza. Que nuestras casas no se llenen de miedo, sino de alabanzas. Y que podamos proclamar con convicción y esperanza: «Yo y mi casa serviremos al Señor» (Josué 24:15).
Abogado y teólogo.
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