La humanidad del siglo XXI ha alcanzado niveles de sofisticación tecnológica sin precedentes, pero espiritualmente se halla en una decadencia alarmante. La corrupción ya no solo está en los gobiernos, sino en la conciencia.
La humanidad del siglo XXI ha alcanzado niveles de sofisticación tecnológica sin precedentes, pero espiritualmente se halla en una decadencia alarmante. La corrupción ya no solo está en los gobiernos, sino en la conciencia.
En el siglo XXI, hablar la verdad se ha convertido en una forma moderna de martirio. Quien se atreve a levantar su voz contra la corrupción, la injusticia o el pecado institucionalizado, experimenta la misma soledad que conoció Juan el Bautista en el desierto.
La historia bíblica parece repetirse, aunque con nuevos disfraces: la opulencia ha reemplazado los palacios de Herodes, las redes sociales han sustituido a los pregoneros y la persecución ya no siempre usa espadas, sino campañas de desprestigio, censura y marginación. Sin embargo, el mensaje sigue siendo el mismo
«Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado» (Mateo 3:2). Juan el Bautista no fue un hombre de multitudes complacientes, sino una voz que resonó en el silencio moral de su tiempo. Su vestimenta de piel de camello y su dieta de langostas y miel silvestre no eran simples excentricidades; eran símbolos de desapego y pureza frente a un sistema religioso corrompido. Mientras los líderes espirituales negociaban con el poder político y las masas vivían adormecidas por la costumbre, Juan levantó su voz para confrontar el pecado, incluso dentro del palacio.
No midió las consecuencias de decirle a Herodes que su relación con Herodías era ilícita; sabía que la verdad divina no se negocia, aunque cueste la cabeza. Hoy esa misma voz debería resonar entre nosotros. No como un eco distante, sino como una misión profética viva: denunciar la corrupción de la humanidad, no solo la política o económica, sino la del corazón. Vivimos en una era donde el pecado se disfraza de «libertad personal», la mentira se vende como «versión alternativa» y el silencio se premia como prudencia. Pero los profetas del Señor no fueron diplomáticos del alma; fueron centinelas de la verdad.
La humanidad del siglo XXI ha alcanzado niveles de sofisticación tecnológica sin precedentes, pero espiritualmente se halla en una decadencia alarmante. La corrupción ya no solo está en los gobiernos, sino en la conciencia. El relativismo moral ha hecho que el pecado se perciba como una elección estética y no como una ofensa a Dios. La codicia se disfraza de ambición legítima; la lujuria se confunde con amor; la mentira se maquilla como estrategia. Mientras tanto, miles de personas viven bajo la opresión de sistemas injustos: trabajadores explotados que no reciben un salario digno.
Madres solteras que enfrentan la miseria con fe y lágrimas, jóvenes sin oportunidades atrapados en redes de violencia, enfermos que mueren esperando una cama en hospitales colapsados y familias que viven con miedo de perderlo todo por decisiones de unos pocos poderosos.
El mundo celebra la riqueza de unos cuantos y desprecia el llanto de los olvidados. Los profetas del siglo XXI no pueden permanecer callados ante estas realidades. La corrupción no es solo un delito: es una herida espiritual que desangra a las naciones. Y quien la denuncia se convierte en enemigo del sistema, porque el poder teme a la verdad.
Isaías lo dijo con claridad: «¡Ay de los que a lo malo dicen bueno, y a lo bueno malo; ¡que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas, luz!» (Isaías 5:20). Ese clamor divino sigue vigente. En un mundo donde se promueve el aborto como derecho, el robo como astucia, la mentira como diplomacia y la inmoralidad como arte, la voz profética es más necesaria que nunca. Decir la verdad siempre ha sido un acto de valentía espiritual. El Señor Jesucristo lo advirtió: «Y seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre» (Mateo 10:22). No hay honor terreno en hablar con rectitud; hay cruz.
Los que proclaman la verdad bíblica hoy no enfrentan calabozos de piedra, pero sí cárceles modernas: la cancelación social, el descrédito profesional, la marginación mediática. Ser profeta en este tiempo es estar dispuesto a ser rechazado por multitudes que aman más la aprobación humana que la justicia divina. Juan el Bautista fue decapitado no por un delito, sino por decir lo que nadie se atrevía a decir. Su cabeza cayó porque su lengua no se doblegó. Y su martirio revela un principio eterno: la verdad incomoda al poder, porque expone el pecado y desmantela las mentiras sobre las que se sostiene el sistema.
Hoy los Herodes modernos ya no visten coronas, pero siguen temiendo la verdad. Por eso, quien la proclama se convierte en blanco de persecución, porque el mundo ama las tinieblas más que la luz (Juan 3:19). En esta época digital, la persecución no siempre se manifiesta con látigos, sino con algoritmos. Los discursos de moral, pureza y santidad son silenciados bajo el argumento de ser «discurso de odio». Se promueve una tolerancia sin límites, menos para la verdad bíblica. Es la paradoja del siglo XXI: todos pueden hablar, excepto los que hablan de Dios.
Pero el verdadero profeta no busca aplausos, sino obediencia. Su voz no compite con la multitud; la atraviesa. Aunque lo censuren, seguirá predicando. Aunque lo aíslen, seguirá clamando. Porque su autoridad no proviene de la sociedad, sino del cielo. «Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hechos 5:29). Hoy, mientras los poderosos se enriquecen con la desesperanza del pobre, los profetas son llamados a denunciar la injusticia con santidad y amor; no con odio, sino con la convicción de que el Reino de Dios no se construye con mentiras, sino con verdad.
La verdad no se sostiene sin sacrificio. Decirla implica perder privilegios, amistades e incluso la vida. Pero también significa ganar lo que el mundo no puede ofrecer: la aprobación de Dios. El Señor Jesucristo lo prometió: «Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mateo 5:10).
Cada generación tiene sus propios profetas, y cada uno enfrenta la tentación del silencio. Sin embargo, callar ante el pecado es traicionar al Dios de la verdad. El siglo XXI no necesita más discursos vacíos; necesita voces proféticas que se atrevan a llorar con los oprimidos, a consolar a los perseguidos y a denunciar el pecado con compasión.
El precio será alto, como lo fue para Juan el Bautista. Pero la recompensa será eterna. Porque quien proclama la verdad no muere realmente: su voz se convierte en eco divino que atraviesa los siglos. En este mundo donde la mentira se multiplica y la justicia se negocia, el llamado profético sigue vigente: hablar con valentía, vivir con pureza y morir con dignidad si es necesario. Porque quien se atreve a decir la verdad en nombre del Señor Jesucristo no defiende una opinión, sino la eternidad misma.
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