Volvamos a ser clásicos en el aprendizaje, y dejemos que la tecnología sea solo un recurso complementario, no un sustituto.
Volvamos a ser clásicos en el aprendizaje, y dejemos que la tecnología sea solo un recurso complementario, no un sustituto.
El mundo ha evolucionado, y nos guste o no, la humanidad de nuestro tiempo se ve obligada a adaptarse a los múltiples cambios que han ocurrido y que seguirán ocurriendo.
Sin embargo, la llave del conocimiento —el aprendizaje— ha sido vulnerada. Todo comenzó con la pandemia, que de un día para otro nos doblegó y nos obligó a modificar de tajo nuestro estilo de vida. La enseñanza, que hasta entonces era mayoritariamente presencial, cambió de escenario. Y no era cualquier cosa: en el aula, el ambiente era mágico, real y compartido. Allí se discutía, se debatía, se aprendía incluso del lenguaje corporal de quienes interactuaban. Docente y alumno formaban un binomio perfecto, imposible de equiparar con la frialdad de una clase virtual.
No niego que yo mismo, en 2018, diseñé tres materias en modalidad híbrida para la universidad en la que trabajé por cerca de 14 años. Cuatro clases al mes: tres virtuales y una presencial. Esta última servía para propósitos de salud mental, casi como una clase-terapia. Pero debo aclarar: aquella materia era amigable para la virtualidad, algo excepcional. Lo que observo hoy en día con la proliferación de cursos, diplomados y maestrías virtuales es diferente. Solo los doctorados parecen escapar, aunque no dudo que en cualquier momento también se ofrezcan en línea. Y uso un término fuerte: la educación virtual ha sido prostituida hasta el exceso.
Surgen entonces preguntas ineludibles:
¿Quién acredita o avala toda esta oferta?
¿Un curso en línea de tres meses convierte realmente a alguien en experto?
¿Tienen valor curricular estos programas?
¿Quién regula este mercado en crecimiento?
Muchas de estas instituciones dicen estar respaldadas por universidades extranjeras, pero ¿existen realmente? Basta con que un algoritmo de redes sociales identifique la profesión de alguien para que, acto seguido, lo bombardeen con una lluvia de ofertas educativas virtuales.
Vayamos por pasos. Jamás podrá compararse una clase presencial con una virtual. ¿Por qué? Porque quienes estudiamos con docentes preparados sabemos que, además de conocimientos, se transmiten valores, disciplina, correcciones, guía. En cambio, la educación virtual —impulsada con fuerza durante la pandemia— se impuso en medio del encierro y la necesidad de evitar contactos humanos. La tecnología facilitó la continuidad, sí, pero también abrió la puerta a la comodidad extrema: aprender “sin esfuerzo”, desde casa, con la ilusión de que basta conectarse para adquirir conocimientos.
Detrás de esa pantalla, el profesor real se diluye y el aprendizaje se convierte en un negocio. Un pecado mortal: reducir la enseñanza a un simple intercambio comercial. Hoy, difícilmente un estudiante reprueba; no porque haya aprendido más, sino porque el objetivo principal es lucrar.
El problema es que no hay control. Cualquiera puede abrir un curso virtual de lo que sea, y muchos alumnos ingenuos creen que acumular certificados equivale a volverse sabios. Nada más alejado de la realidad. Instituciones que antes fueron respetables hoy parecen haber entregado la enseñanza al mejor postor. Y allí, insisto, el término “prostitución” cobra sentido.
Estudios indican que en una clase presencial el alumno retiene alrededor del 70 % de lo aprendido, mientras que en la virtualidad apenas alcanza el 30 %. Aun así, el negocio florece: desde cualquier país, basta pagar una cuota y se obtiene otro “título”. Conozco a muchos que se han convertido en coleccionistas de diplomas virtuales, convencidos de que eso enriquece su hoja de vida. Pero en realidad no siempre agrega valor, aunque para las nuevas generaciones, criadas en la inmediatez y la comodidad digital, parezca suficiente.
La realidad es clara: quienes hemos ejercido la docencia sabemos que nada reemplaza el aula presencial. Allí, el estudiante respira conocimiento, aprende valores, pregunta, repregunta, duda, debate, disiente y afirma. La virtualidad puede ser una herramienta de apoyo, nunca la modalidad única.
Ojalá, por el bien de la educación, volvamos a los viejos tiempos en que la clase presencial era la fuente principal del saber. Que retomemos el papel y el lápiz, los libros y cuadernos de doble raya, porque en esa sencillez había profundidad.
La tecnología, sin duda, es útil; debe seguir siendo una aliada. Pero no olvidemos: hace apenas treinta años, lo más avanzado en el aula era la calculadora. Y aun así, aprendíamos.
Simple: volvamos a ser clásicos en el aprendizaje, y dejemos que la tecnología sea solo un recurso complementario, no un sustituto de la esencia misma de enseñar y aprender.
Médico
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