Hace poco leí sobre un CEO despedido por abrazar a la mujer equivocada. Ocupó portadas durante tres días.
Hace poco leí sobre un CEO despedido por abrazar a la mujer equivocada. Ocupó portadas durante tres días.
(Primera entrega de la serie: “Mentiras que parecen verdad”)
Unos gritos repetidos, casi como mantras en éxtasis, me arrancaron sin piedad de una escena tremenda en Martin Eden —sí, ya sé que es de Jack London, no de Faulkner, pero en mi memoria ambos están juntos en una misma trinchera de favoritos.
Me alarmé.
Estaba en casa de un querido amigo, teólogo respetado, protestante serio, que vive en Virginia, Estados Unidos. Tras el almuerzo, mi esposa y mis hijas salieron con él, su esposa y su hijo varón. Su hija —una chica de 19 años que me cae especialmente bien por los lazos de cariño con la familia— dijo que se sentía indispuesta y se iría a dormir un rato. Yo me excusé también: si hay algo que me tortura es acompañar a mis hijas a centros comerciales. Pueden tardar un siglo en elegir una camiseta.
Eran apenas las dos de la tarde. Yo leía en la sala. La hija de mi amigo, en teoría, dormía. Me acerqué a la puerta con cautela porque los gritos seguían: “Oh my God, oh my God, oh my God…”
Como la familia es religiosa hasta el tuétano, por un segundo pensé: qué forma tan rara de rezar. Absurdo, claro. Aun así, abrí la puerta con cuidado, solo para confirmar que no pasaba nada grave.
Y no. La chica estaba viendo porno. Televisor encendido, escena predecible. Por suerte, ella estaba vestida. Cuando me vio, pegó un brinco olímpico, apagó la televisión como quien apaga un incendio y, casi al borde del llanto, me dijo: —Por favor, no le diga nada a mi papá. Me va a matar si se entera.
Me susurró que no era la primera vez, que lo hacía a escondidas, que ya había pedido perdón a Dios mil veces por “ver esas cosas”. Pero que siempre caía. Me pidió que rezara por ella.
Me senté a su lado. Divertido, pero también tocado. —Tranquila, Anita —nombre ficticio—. Prometido.
—No voy a rezar por vos, por dos razones: una, porque no hiciste nada malo, y dos, porque no tengo a nadie allá afuera que me escuche. A duras penas me escuchan mis hijas. Lo que sí puedo hacer es sugerirte que leas sobre sexualidad de forma seria, que entiendas lo que estás viviendo. El deseo no es pecado. Es humano.
Yo tenía 13 años cuando un pastor me dijo, con voz grave, que si me masturbaba se me iba a volver agua el cerebro. Se lo conté a mi hermano menor y nos reímos durante media hora.
Hace poco leí sobre un CEO despedido por abrazar a la mujer equivocada. Ocupó portadas durante tres días. Más espacio mediático que las balas en Gaza, las bombas en Ucrania, o los campos minados en Kampuchea.
Y entonces me acordé del llanto de Anita.
Y pensé en la hipocresía. Pensé en la culpa absurda que se nos pega como un moco desde niños.
Pensé en la dopamina, ese jodido neurotransmisor del deseo. Que no da placer, pero lo persigue. Viene con el sapiens. Nadie lo compra. Nadie lo aprende.
Pensé en cómo este planeta demoniza el cuerpo, el placer y el sexo… mientras celebra la muerte organizada con himnos, desfiles y medallas.
Una prostituta no necesita una academia para aprender a hacer el amor. Un militar sí necesita una academia para aprender a matar. Cuatro años mínimo. Y cuanto más brutal sea su eficacia, más lo aplaudirán. Ella será vista como escoria. Él, como héroe.
Desde hace cinco siglos —desde que la imprenta democratizó la guerra y la Biblia—, los conflictos armados han matado a más de 200 millones de personas.
Muertes directas por guerras mundiales, coloniales, civiles, religiosas, ideológicas, del narco, del petróleo, de la democracia impuesta.
A eso sumemos los desplazados, los traumas, las infancias rotas, las ciudades arrasadas. Y no exagero: la Segunda Guerra Mundial sola dejó entre 70 y 85 millones de muertos. La Primera, unos 20 millones. Afganistán, Irak, Siria, Gaza, Darfur, Sudán… siguen sumando. En total: más de doscientos millones de cadáveres con honores, himnos y banderas.
¿Y el sexo? La prostitución, el erotismo, la pornografía, las revistas escondidas, los grabados antiguos, los portales explícitos como Pornhub… ¿cuántos genocidios han provocado? ¿Han arrasado ciudades? ¿Impuesto bloqueos económicos? ¿Llenado campos de refugiados? No. Cero.
¿Tienen problemas? Claro. Adicción, explotación, tráfico, consumo sin ética. Pero no han provocado una fracción del daño humano que han causado las guerras. ¿Y las muertes por sexo? Difíciles de calcular.
No hay datos confiables sobre muertes por gonorrea o sífilis. Quizá porque no las hay en número significativo.
Pero sí sabemos que desde 1981 —cuando apareció el SIDA, esa enfermedad todavía malentendida— han muerto aproximadamente 44 millones de personas en todo el mundo. Es una cifra espeluznante, sí.
Pero incluso así, el SIDA no ha destruido civilizaciones ni dejado generaciones enteras en ruinas como la guerra. Y, además, esa enfermedad —aunque ligada al sexo en la narrativa oficial— no aparece por fornicar. Aparece por una combinación de factores, muchos de ellos sociales, estructurales, médicos, y hasta políticos.
Y, sin embargo, seguimos igual: — A la chica que se masturba la llaman degenerada. — Al piloto que bombardea desde 10,000 pies, le dan una medalla. — A la actriz porno se le insulta. — Al general que ordena exterminios, se le llama patriota.
La obsesión del sapiens por castigar el placer y premiar la violencia organizada no tiene límites. El porno no es santo, pero tampoco es criminal. Lo que degrada al ser humano no es el cuerpo, ni el deseo. Es el culto a la destrucción, a la muerte con uniforme.
Todo mientras se lavan las manos con la moral de domingo y sermón de noticiero. Los hippies tenían razón. Aunque se rían de ellos.
Puestos a escoger —y nunca mejor dicho el verbo—, es mejor hacer el amor que la guerra.
Nota a padres y madres preocupados: ¿Querés que tus hijas o hijos no vean porno? No les bloqueés el WiFi. Háblales de sexo con claridad y sin tabúes. De lo contrario, buscarán respuestas entre sus amigos —como lo hacíamos nosotros— o en Pornhub. Y lo que verán no será amor, ni ternura, ni belleza.
Verán violencia maquillada de deseo. Verán posiciones absurdas, cuerpos falsos, orgasmos gritados como slogans. Y además, les van a vaciar la billetera.
¿Recomiendo ver porno? No. Pero no por las razones que te han dicho.
Próxima entrega:
“¿Poligamia? No creo. Debés ser fiel a tu pareja, pero no por las razones que te han dicho.”
Marvin Galeas / Escritor salvadoreño
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