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La última voz

El Salvador se quedó sin esa voz que, sin odio ni sesgos, nos recordaba que nuestra responsabilidad era y es, hacer justicia y hablar la verdad.

Era una mañana soleada… Por años he comenzado así mi relato del día que asesinaron a los Padres Jesuitas. Hoy, en otra mañana soleada, recibí un mensaje similar. El Padre José María Tojeira había muerto. ¿Dónde? ¿Cómo? Empezaron las llamadas a aquellos conocidos que eran sus allegados. En Guatemala. De un infarto. Estaba en una jornada teológica.

Me es difícil explicar el sentimiento de desolación que siento, y que sentiré por mucho tiempo. No, no era allegada al Padre. De vez en cuando él comentaba uno de mis estados, o le daba like a alguno de mis comentarios, y de vez  en cuando, teníamos conversaciones vía Messenger. 

Las últimas fueron acerca de una de sus columnas, en el cual él hablaba acerca del rol de las mujeres en la Iglesia y yo expresaba mi frustración de que no se considerara la posibilidad de mujeres para el diaconado, una conversación que sólo podía tener con un miembro de la Compañía de Jesús (“La comprendo perfectamente”, me escribió). La otra, una discusión (yo, de metida, ofreciéndole mi opinión a una eminencia) acerca de la restauración de la Iglesia El Carmen de Santa Tecla, de donde fue párroco los últimos años de su vida. Mi último comentario en su muro de una red social fue una respuesta a su magistral artículo acerca de la labor de los hermanos Mercedarios con los privados de libertad.

El Padre tenía una columna de opinión en otro periódico y, sin que el mismo Padre jamás lo supiera, fue la que me animó a seguir escribiendo. De esa columna aprendí que la verdad puede -y debe-  plantearse sin atacar, sin insultar, sin ser vulgar, porque la verdad, al igual que la justicia, son absolutas y confrontan por sí mismas. Esperaba esa columna con ansias, porque era mi brújula acerca de la realidad nacional. 

La leía, la analizaba, la compartía. Cuando mis sobrinos o ahijados ofrecían sus opiniones acerca del acontecer nacional, les decía que leyeran la columna del Padre Tojeira.

Pero más allá de eso, el Padre Tojeira era mi nexo con la historia-la verdadera historia-de mi país y mi pasado. 

En su libro Noviembre, Jorge Galán describe cómo el Padre Tojeira, quien era Provincial de los Jesuitas en 1989, y no un miembro del círculo del Padre Ellacuría, tuvo que enfrentarse no sólo a un crimen de lesa humanidad, y la pérdida de sus compañeros, sino a un sistema judicial que nunca hizo justicia. 

Como he escrito antes, el proceso de asimilar la enormidad del crimen me ha tomado décadas. Fue el testimonio, la coherencia evangélica, la humildad, y el absoluto compromiso con la verdad y la justicia desde las primeras horas después de la masacre, las que fueron convenciendo a la niña “bien” que tenía que admitir que su lado de la historia no había sido el «bueno», que la historia de este país necesitaba contarse desde la verdad, no desde la conveniencia. 

El Padre Tojeira era la voz no sólo de los desprotegidos, sino de todos aquellos que buscamos la verdad con corazón limpio, para que este país sane, pero que hemos guardado silencio tanto tiempo que no sabemos qué decir.

Las almas verdaderamente grandes son aquellas que hacen que cada persona que cruza su camino se sienta escuchado, validado, inspirado y comprometido a seguir sus pasos. 

En las horas que siguieron al anuncio de su muerte, en medio de todo lo cotidiano que no podía esperar, me escribí con tanta gente para quienes el Padre Tojeira había sido un referente en su vida: mi amiga, una exitosa abogada, que es quien es, porque, en sus tiempos de Rector, el Padre le redujo su cuota en la UCA de $1200 a $100, cuando su madre no podía pagar dos colegiaturas; mi facilitadora de curso de coaching, que estudió teología en la UCA y lo considera «un equilibrio entre sabiduría y humanidad»; mi amigo que quería ser Jesuita, pero que terminó siendo esposo de una mujer maravillosa, con quien hombro a hombro han luchado por cambiar la vida de jóvenes en situación de vulnerabilidad; la religiosa que trabaja con el programa Semillas de Esperanza, el legado de otro gran Jesuita-el Papa Francisco-a El Salvador. 

Todo el día ha sido de asumir que la última voz coherente, la que conocía nuestra historia, la que era nuestro norte, ya no está. Nos quedamos sin voz. El Salvador se quedó sin esa voz que, sin odio ni sesgos, nos recordaba que nuestra responsabilidad era y es, hacer justicia y hablar la verdad. El Salvador se quedó sin esa voz tranquila y amable que en su último programa de “Al filo de la Semana” (con La Voz con Vos detrás de él) dijo: “No hay que separar la política de la verdad”.

La muerte del Padre Tojeira deja un vacío que difícilmente se va poder llenar nunca, porque no hay voces. Y no hablo de censura. No hay quien haga un análisis objetivo del país como lo hacía él, con su mente tan brillante. La bravuconada ignorante de insistir en una visión polarizada de la historia de El Salvador evita que muchos se den cuenta de que el Padre Tojeira nos mantenía en raya a todos, incluso a aquellos que no estaban de acuerdo con él, pero que tienen la capacidad de pensamiento crítico. 

En otro mundo más justo, el Padre José María Tojeira recibiría honores de Estado. Pero, como él bien nos enseñó, la sociedad, y el mundo, no son justos. Es nuestra responsabilidad que lleguen a serlo. En medio de mi dolor, de mi duda de cómo voy a medir el pulso del país sin su columna, de mi remordimiento que nunca le mandé el bosquejo del libro para el cual él generosamente me ofreció ayuda para hacer la investigación, de mi enojo que se haya ido tan pronto, me consuelo pensando en que si a alguien el Señor le dijo «ven bendito de mi Padre… entra en el gozo de Tu Señor» es a él.

Goce del premio de los justos, Padre Tojeira. Gracias por todo lo que hizo por este país.

Carmen Marón / Educadora

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