Me sentiré realizado si con esta columna, si llegan leyéndola hasta el final, logro primero generar empatía hacia esta enfermedad, segundo generar conciencia y tercero darnos cuenta de que, de un momento a otro, la vida nos puede cambiar.
Me sentiré realizado si con esta columna, si llegan leyéndola hasta el final, logro primero generar empatía hacia esta enfermedad, segundo generar conciencia y tercero darnos cuenta de que, de un momento a otro, la vida nos puede cambiar.

Esta semana salió en este periódico el número de médicos especialistas vs. el número de pacientes con diagnóstico de insuficiencia renal. En tal sentido, decidí escribir esta columna de manera real, tomando una historia real y desde otra perspectiva narrativa, con una persona lo suficientemente valiente, madura e intelectualmente preparada para entender, abordar y contar el tema y hablar de ello.
Aclaro: no soy entrevistador ni mucho menos, pero como médico creo poder comprender y transmitir lo que quiero decir a quien me lea; pensar y pronosticar su futuro enfrentando la vida y compartir en primera persona todo lo que se vive.
Me sentiré realizado si con esta columna, si llegan leyéndola hasta el final, logro primero generar empatía hacia esta enfermedad, segundo generar conciencia y tercero darnos cuenta de que, de un momento a otro, la vida nos puede cambiar.
¿Quién iba a decir que aquel martes 13 de enero todo iba a cambiar para ella, su familia y su entorno en general? Ese día le dieron la noticia, la peor noticia que un joven menos se imagina y menos espera escuchar: «tienes insuficiencia renal», una enfermedad incurable. Y sí, hablamos de la temible insuficiencia renal, que actualmente está afectando no solo a adultos mayores, sino también a jóvenes e incluso niños.
Ese día empezó su travesía por cada hospital del país, comenzando por el hospital donde la diagnosticaron y donde pasó su primera noche, dejando la comodidad de su cama por la incomodidad de una colchoneta. El personal de salud, a pesar de estar acostumbrado a ver y vivir esta situación, hacía lo imposible por atender a cada paciente de la mejor manera posible.
Al siguiente día, al mediodía, llega el médico y le informa a la familiar —a quien, a partir de aquí, llamaré Ana— que el traslado al hospital ya estaba hecho y que necesitaba diálisis de emergencia. Sin saber lo que le esperaba, se subió a la ambulancia y fue trasladada. Al caer la noche, ya estaba en el temible hospital, donde se encontró con una sala repleta de personas esperando ser atendidas, ya que se sobrepasaba la capacidad de respuesta. Allí conoció gente que tenía más de tres días esperando su turno.
Llegando la medianoche, fue trasladada a la cama 10 del área de Medicina Mujeres 2. Sin saber nuevamente lo que venía, allá iba ella, con muchas dudas, miedo e incertidumbre, poniéndose en las manos de Dios.
Al estar ya instalada, se presentó la residente y le explicó su caso y diagnóstico: insuficiencia renal terminal grado 5, sin posibilidad de cura, más que diálisis, hemodiálisis y trasplante renal. Le explican que necesitan su autorización para empezar el proceso de diálisis. Nuevamente, sin saber lo que se venía encima, firmó.
A las 3 de la mañana la llamaron, la sacaron de su cama y le dijeron que la iban a conectar. El miedo cada vez la superaba, pero no podía hacer más que tratar de aceptar lo que estaba viviendo.
Así transcurrieron las primeras tres semanas, dializándola todos los días. Le hacían exámenes tras exámenes porque no había razón aparente de por qué había desarrollado la enfermedad de manera tan terminal y tan rápido.
Al cumplir un mes, un médico se acercó por la mañana a dar información, información que su familiar venía solicitando semanas atrás. La médica, de una manera poco profesional, estando en compañía de un familiar, le dijo que no sabían la causa de su enfermedad y que, lastimosamente, solo le quedaban seis meses de vida.
Me hizo mucho énfasis en lo poco profesional y empática que fue; se molestó tanto que exigió el alta. Pensó: si le quedan seis meses de vida y ya lleva uno ingresada, lo que menos quiere es «morir» en una sala de hospital.
Le dieron el alta y tres semanas después tenía control con nefrología del hospital. Ahí empezó a conocer gente, médicos, enfermeras tan empáticos. El nefrólogo, de manera amable, les explicó a ella y a su familia que no, no moriría en seis meses, pero que lastimosamente dependería de la diálisis de por vida.
En ese momento le dieron opciones: las más viables eran diálisis, hemodiálisis y el trasplante renal, siendo este último extremadamente difícil debido a la poca o nula información disponible. Aceptó la diálisis, y ese mismo día la volvieron a ingresar al área de Nefrología. Al siguiente día la pasaron a sala para la colocación del catéter blando, cosa que tampoco sabía qué implicaba. En esta travesía, cada día era algo diferente, siempre con miedo, pero nunca perdiendo la fe y manteniendo una actitud positiva y optimista.
Así pasaron los meses adaptándose a una nueva vida, una nueva rutina. Me reitera: sí, pasaron los primeros ocho meses; ocho meses en los que superó los seis meses «de vida» que aquella doctora poco empática le había pronosticado.
Al llegar el noveno mes, empezó una nueva travesía, ya que el país, como el mundo, se había paralizado por la pandemia de covid-19. Se quedó sin medicamentos, y sus posibilidades de vida disminuían si no encontraba los suministros. Le tocó dejar el sistema público y pasar al Seguro Social.
La nueva y peor experiencia empezó ahí: dejó de encontrar personal amable, empático y comprensivo, y en su lugar halló personal aterrado que llegó incluso a tratar mal al paciente renal. Dejó de estar en Medicina Mujeres del ISSS y fue enviada al área de Nefrología Ambulatoria y luego a DPCA (Diálisis Peritoneal Ambulatoria Continua). Ahí pudo observar cómo una misma enfermedad puede tener tantas variables de atención.
Así pasó el primer año, acostumbrándose a su nueva vida. Le pregunté sobre sus emociones: cómo las manejó, cómo las canalizó. Me dijo que todo fue por el deseo de vivir.
Al cumplir el tercer año de haber sido diagnosticada, el primer catéter empezó a fallar y no podía dializarse bien. Empezó a llenarse de líquido. La ingresaron nuevamente, le hicieron exámenes, le retiraron el catéter porque desarrolló peritonitis, y ahí empezó una nueva experiencia: la hemodiálisis.
La hemodiálisis es otro mundo dentro de los tratamientos renales: nuevamente iniciar de cero, enfrentando algo desconocido. Mientras su peritoneo sanaba, tuvo que estar en hemodiálisis dos veces por semana. Refiere que la hemodiálisis es lo peor que le ha pasado; no la toleraba. En vez de sentirse bien, sentía que se consumía más. Estuvo seis meses en hemodiálisis, hasta que volvió a iniciar de cero en el área ambulatoria.
A todo esto, ya estaba intentando entrar en la lista de espera para un trasplante renal, pero por la poca o nula información, ese camino cada vez se hacía más largo, prácticamente una puerta que nunca se abrió. Mientras esperaba a que en algún momento llegara la posibilidad de un trasplante, ya han pasado cinco años.
En fin, ser paciente renal —como se cataloga en otros sistemas de salud— es tener una enfermedad catastrófica que afecta a la persona, la familia, al sistema de salud y, por ende, al desarrollo de un país.
De todo lo conversado con Ana, lo que más me impactó fue: «Mi mayor sueño y deseo es recibir un día la llamada donde me digan: ‘Ya está todo listo, ya está su donante y ya está listo su trasplante renal’ «.
La realidad en tus manos
Fundado en 1936 por Napoleón Viera Altamirano y Mercedes Madriz de Altamirano.
Facebook-f Instagram X-twitter11 Calle Oriente y Avenida Cuscatancingo No 271 San Salvador, El Salvador Tel.: (503) 2231-7777 Fax: (503) 2231-7869 (1 Cuadra al Norte de Alcaldía de San Salvador)
2025 – Todos los derechos reservados