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Russell dice “no” al etiquetado frontal de advertencia nutricional | Parte 2

No se trata de rechazar la intención sanitaria detrás del etiquetado, sino de revisar su arquitectura lógica.

En los últimos años, varios países latinoamericanos han adoptado el sistema de etiquetado frontal de advertencia como herramienta para combatir la obesidad y otras enfermedades relacionadas con la alimentación. Este modelo, promovido por la Organización Panamericana de la Salud (OPS), se basa en símbolos geométricos —principalmente octágonos negros— que advierten al consumidor si un producto excede ciertos límites de azúcar, sodio, grasas saturadas o calorías.

A primera vista, el sistema parece claro y funcional: si un producto contiene “demasiado” de algo, se le coloca una advertencia. Pero al observar más de cerca, emerge una inquietante paradoja. ¿Quién determina si un producto debe advertir sobre sí mismo? El propio producto, a través de sus contenidos nutricionales. Es decir, el sistema se basa en una medición interna del producto para decidir si debe alertar sobre sí mismo. Esta lógica autorreferencial recuerda inquietantemente a la paradoja de Russell: el conjunto de todos los productos que deben advertir sobre sí mismos, ¿se incluye a sí mismo?

La autorreferencia, en este contexto, genera una serie de problemas conceptuales:

Reduccionismo nutricional: Se evalúa un alimento por componentes aislados, sin considerar su función en la dieta total. Un yogur natural puede ser etiquetado como “alto en grasa”, sin distinguir entre grasas saludables y nocivas.

Confusión semántica: El consumidor recibe una señal de “peligro” sin contexto. ¿Es el producto malo en sí mismo, o solo en exceso? ¿Es malo para todos, o solo para ciertos grupos?

Falsa objetividad: El etiquetado se presenta como una verdad matemática, cuando en realidad es una interpretación normativa basada en parámetros arbitrarios.

Desplazamiento de la responsabilidad: El producto se convierte en el único portador del mensaje, sin que el sistema educativo o el entorno social participen en la construcción del significado.

Así, el etiquetado frontal no solo informa: también interpreta, juzga y condena. Y lo hace desde una lógica que se basa en el propio contenido del producto, como si un conjunto se evaluara a sí mismo para decidir si pertenece a un conjunto de advertencia. Russell estaría incómodo.

Desde el punto de vista lógico, el etiquetado frontal reproduce una estructura que Russell habría cuestionado: un sistema que se define desde dentro, sin una instancia externa que lo valide. Esto genera un vacío epistemológico, donde la verdad del etiquetado depende del propio etiquetado. Como en la paradoja original, el sistema se vuelve inestable, ambiguo y potencialmente contradictorio.

La crítica al etiquetado frontal no es un mero ejercicio filosófico. Las consecuencias de construir políticas públicas sobre estructuras autorreferenciales se manifiestan en la vida cotidiana de millones de personas. Cuando el sistema de advertencias se basa en el contenido interno del producto para juzgar su propia peligrosidad, se corre el riesgo de generar confusión, desinformación y decisiones mal orientadas.

Paradójicamente, el sistema diseñado para mejorar la salud puede contribuir a una dieta desequilibrada, al fomentar el miedo a ciertos alimentos y la confianza ciega en otros.

Desde el punto de vista lógico, el etiquetado frontal reproduce una estructura que Russell habría cuestionado: un sistema que se define desde dentro, sin una instancia externa que lo valide. Esto genera un vacío epistemológico, donde la verdad del etiquetado depende del propio etiquetado. Como en la paradoja original, el sistema se vuelve inestable, ambiguo y potencialmente contradictorio.

El objetivo no debe ser simplemente advertir, sino empoderar al consumidor con herramientas para tomar decisiones informadas. Un etiquetado que se limita a señalar “alto en” reproduce una lógica binaria que, como mostró Russell, puede llevar a contradicciones internas. En cambio, un sistema que reconoce la complejidad del lenguaje, la lógica y la alimentación puede fortalecer la confianza en las políticas sanitarias y promover una cultura alimentaria más consciente.

Bertrand Russell no fue nutricionista, pero sí fue un gran matemático y defensor radical de la claridad lógica y la coherencia conceptual. Y este tema, como he tratado apenas de sentar alguna base, es un problema fundamentalmente matemático y lógico. Su famosa paradoja no solo desestabilizó la teoría de conjuntos, sino que nos enseñó a desconfiar de los sistemas que se definen desde dentro, que se juzgan a sí mismos sin una instancia externa que los valide. Hoy, al observar el etiquetado frontal de advertencia en productos alimenticios, vemos una estructura que reproduce ese mismo error: una lógica autorreferencial que pretende informar, pero que puede confundir; que busca proteger, pero que puede simplificar en exceso.

Pero el problema no es involucrar a Russell en este tema, sino que se han involucrado en él personas que no tienen el conocimiento ni han sido asesorados adecuadamente. Por ejemplo, políticos en Guatemala, Honduras, Costa Rica y Panamá, proponiendo leyes sobre este tema que muy escasamente comprenden, si es que han considerado estos aspectos. Aspectos matemáticos y lógicos que tampoco parecen haber sido considerado representantes de instituciones como INCAP, OPS, FAO y otros, así como activistas, economistas, publicistas, abogados y comunicólogos, que discuten sobre esta propuesta desde la óptica de Enfermedades Crónicas No Transmisibles, las cuales no se van a ver afectadas con el uso de las figuras de advertencia bajo esta falta de lógica matemática. O aquellos que creen que el secreto estará, para disminuir impactos negativos, en que solo se regule sobre la base de azúcares añadidos, olvidándose que si se construyen razonamientos en base a premisas falsas, las conclusiones serán igualmente falsas.

No se trata de rechazar la intención sanitaria detrás del etiquetado, sino de revisar su arquitectura lógica. Si queremos que los consumidores comprendan mejor los alimentos que consumen, debemos ofrecerles algo más que símbolos: debemos ofrecerles contexto, educación y herramientas para pensar. Así como la lógica superó la paradoja de Russell con sistemas más robustos, la salud pública puede superar sus propias contradicciones con políticas más inteligentes, más humanas y más conscientes de su propio lenguaje.

Porque al final, no se trata de etiquetar productos. Se trata de entenderlos. Y en ese esfuerzo, Russell —aunque nunca haya pisado un supermercado— sigue teniendo mucho que decir. Y en el próximo artículo propondré opciones que tengan lógica y que puedan ser aplicables y con verdaderas probabilidades de éxito.

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