Light
Dark

La promesa del millón de deportaciones: quiénes pagan el costo humano

Aun si la meta no se cumple en los términos anunciados, el daño ya está hecho: cientos de miles de personas han sido expulsadas, muchas de ellas con trayectorias laborales consolidadas, con patrimonios en riesgo y con familias profundamente enraizadas en Estados Unidos.

El nuevo ciclo de control migratorio de Estados Unidos se presenta como un aparente éxito: las autoridades presumen reducciones de hasta 95 % en los cruces irregulares en la frontera sur, mientras exhiben un aumento sostenido de las deportaciones. El mensaje oficial es claro: «la migración irregular está bajo control». Pero si se miran con cuidado las cifras y los rostros detrás de ellas, la pregunta inevitable es otra: ¿quiénes están pagando el costo humano de esta promesa política de un millón de deportaciones en el primer año?

La narrativa pública se enfoca en la frontera: menos detenciones, menos intentos de cruce, más «orden». Sin embargo, el corazón de la maquinaria de expulsión ya no está solo en los puntos de entrada, sino en el interior del país. La combinación de controles más duros, acuerdos con terceros países y procedimientos acelerados ha reducido ciertos flujos, pero al mismo tiempo ha disparado las expulsiones de personas que llevan años trabajando, pagando impuestos y construyendo comunidad en Estados Unidos.

Detrás de las estadísticas hay varios grupos claramente identificables. Primero, están las personas detenidas en la frontera y sometidas a procesos exprés de deportación. Muchas de ellas buscan asilo, huyen de la violencia o de la miseria estructural de sus países, pero no logran acceder a representación legal ni a una evaluación seria de su temor creíble. La reducción en los «encuentros» no significa que haya menos necesidad de huir, sino que la ruta se vuelve más peligrosa y más clandestina.

Un segundo grupo son los trabajadores migrantes que ya estaban dentro del país: personas con órdenes de deportación antiguas, con visas vencidas o con estatus irregulares tolerados durante años. Hoy se convierten en blanco de redadas selectivas, controles en centros de trabajo y operativos coordinados con autoridades locales. Muchos tienen hijos ciudadanos, hipotecas, deudas y una vida entera construida en Estados Unidos. Su deportación no es solo un trámite administrativo: es una ruptura violenta que deja familias partidas a ambos lados de la frontera.

En tercer lugar están quienes tienen casos pendientes en el sistema migratorio: solicitantes de asilo, familias en procesos ante las cortes, personas bajo programas de libertad condicional o medidas alternativas a la detención. El endurecimiento de criterios y la presión para «limpiar expedientes» empuja a muchos de estos casos hacia la deportación, aun cuando existan elementos fuertes de protección. El sistema deja de ser una vía de acceso a derechos para convertirse en una máquina de expulsión bajo justificación legal.

Un cuarto grupo, especialmente preocupante, lo conforman residentes permanentes con antecedentes penales y personas naturalizadas cuestionadas por supuestos errores o fraudes en su proceso. La amenaza de revisar y revocar ciudadanías, aunque todavía sea limitada en números, envía un mensaje de temor a toda la comunidad migrante: ni siquiera haber obtenido la ciudadanía garantiza estabilidad. Se instala así una sensación de precariedad permanente, donde cualquier error del pasado puede ser usado como excusa para expulsar.

La promesa del millón de deportaciones no se mide únicamente en números alcanzados o no. Aun si la meta no se cumple en los términos anunciados, el daño ya está hecho: cientos de miles de personas han sido expulsadas, muchas de ellas con trayectorias laborales consolidadas, con patrimonios en riesgo y con familias profundamente enraizadas en Estados Unidos. Para países como los de Centroamérica, esto significa más retornados con deudas impagables, proyectos de vida rotos y bienes en peligro tanto allá como aquí.

Frente a esta realidad, el debate no puede quedarse solo en cuántas deportaciones se ejecutan, sino en qué tipo de sociedad se está construyendo. Convertir la expulsión masiva en oferta electoral tiene consecuencias humanas profundas. Y del otro lado de la frontera, nuestros países están obligados a prepararse: proteger el patrimonio de las personas migrantes, ofrecer caminos reales de reinserción y entender que esta ola de deportaciones es parte de una guerra silenciosa contra la movilidad de los pobres. La factura de esa promesa política no la paga la Casa Blanca: la pagan, una vez más, los migrantes y sus familias.

Suscríbete a El Diario de Hoy
Patrocinado por Taboola