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La pensión, un misterio financiero digno de milagro

La pensión salvadoreña tiene doble nacionalidad: una vive en el Diario Oficial, y la otra, en la billetera del jubilado. Ambas conviven en paz, pero una siempre llega más flaca que la otra. Mientras tanto, el pensionado promedio ha desarrollado una inteligencia financiera digna del FMI.

En el país de los volcanes, las pupusas y los trámites sin fin, hay un misterio más profundo que las ruinas de Cihuatán: la pensión. Esa suma que llega puntual al banco, pero que, por alguna razón matemática desconocida, desaparece antes de que termine el mes. Es el Houdini financiero del siglo XXI, la prueba viva de que la economía salvadoreña no se entiende con calculadora, sino con coraje y humor. Según la Ley Integral del Sistema de Pensiones, el artículo 114 fija la pensión mínima en US$304.17 —sí, con centavos exactos, como si fueran una fórmula científica—. Aunque el artículo 98 la ajusta hasta US$400, dependiendo del caso y del viento político.

Así, la pensión salvadoreña tiene doble nacionalidad: una vive en el Diario Oficial, y la otra, en la billetera del jubilado. Ambas conviven en paz, pero una siempre llega más flaca que la otra. Mientras tanto, el pensionado promedio ha desarrollado una inteligencia financiera digna del FMI. No estudió macroeconomía, pero domina la ley universal del estiramiento del dólar. Sabe que el dinero no alcanza, pero el ingenio sí. Cada mes, el jubilado elabora su propio presupuesto nacional: $25 para la luz, $10 para el agua, $10 para el gas, $12 para medicinas y $20 para soñar. Y aunque las cuentas no cierran, el ánimo no se quiebra.

El mercado es su laboratorio. Don Chepe, jubilado de 72 años, entra con 40 dólares al súper y sale con dos bolsas y la mirada del que acaba de descubrir que el queso ya cuesta lo mismo que un almuerzo ejecutivo. «Todo subió», le dice la cajera con simpatía, como si fuera una buena noticia. Él sonríe, paga y comenta: «Bueno, al menos el aire sigue siendo gratis… por ahora». Esa es la filosofía nacional: sobrevivir con humor para no llorar con estilo. Y es que el sistema de pensiones salvadoreño tiene su propio realismo mágico. En los informes oficiales, todo suena perfecto. 

 La pensión mínima subió, las reformas garantizan estabilidad y las proyecciones son optimistas. En la realidad, sin embargo, el pensionado sigue haciendo milagros contables para estirar la libra de frijoles y evitar que el refrigerador entre en huelga. Es una coreografía económica entre el recibo de la luz, la receta médica y la pupusería del barrio. Los del IPSFA, por su parte, viven su propio capítulo del misterio. Sirvieron con disciplina, marcharon bajo el sol, y hoy marchan hacia el banco con la misma resignación marcial. Su reglamento promete montos dignos. 

Pero no especifica si esa dignidad incluye pagar el internet para hablar con los nietos. En cada institución, el número cambia, pero el desafío es el mismo: cómo mantener una vida digna con una pensión que no alcanza ni para una hamburguesa al mes. Claro está, nadie busca culpables; lo que se busca es sensatez. No se trata de heroísmo ni de lamentos, sino de lógica simple: quien trabajó toda una vida merece una vejez tranquila. El problema no es solo el monto, sino la distancia entre las cifras oficiales y las necesidades reales. Las reformas fueron aplaudidas, los discursos fueron emotivos.

No obstante, la realidad sigue sin tener aplausómetro. Las cuentas no se ajustan con decretos, sino con decisiones valientes. Los pensionados, mientras tanto, han optado por el humor como escudo. En cada conversación hay ironía fina, esa sabiduría de quien ha aprendido que quejarse no sirve, pero reír alivia. «Yo no ahorro —dice doña Mercedes—, yo sobrevivo con calendario». Es humor blanco, pero más punzante que cualquier protesta. Y aunque parezca que todo está dicho, todavía hay margen para mejorar. 

Se podrían crear programas donde los jubilados transmitan su experiencia a las nuevas generaciones. Ellos son bibliotecas vivientes de oficios, saberes y valores. Su conocimiento no está obsoleto: está subutilizado. En un país que habla tanto de productividad, hay miles de mentes productivas que solo necesitan un espacio para seguir aportando. También podría impulsarse un fondo solidario para reforzar las pensiones más bajas, no como caridad, sino como inversión social. Porque un adulto mayor con recursos básicos no es una carga: es un ejemplo que sostiene familias, comunidades y hasta barrios enteros.  

En muchos hogares, la pensión del abuelo es el único ingreso fijo. Y cuando el sistema no reconoce eso, el déficit no es financiero, es moral. La economía no se mide solo en PIB, sino en tranquilidad. Un país desarrollado no es aquel que exporta más, sino el que cuida mejor a quienes ya lo dieron todo. Y si algo distingue a los salvadoreños, es su capacidad de enfrentar la adversidad con creatividad. Donde otros ven escasez, el salvadoreño ve inventiva. Si el gas sube, cocina con carbón; si el bus no pasa, camina; si la pensión no alcanza, sonríe. Es una resistencia que merece respeto, no resignación.

En el fondo, la pensión salvadoreña es una metáfora del país: siempre insuficiente, a veces absurda, pero sostenida por la esperanza y el ingenio de su gente. Ningún presupuesto estatal puede competir con la creatividad del ciudadano que logra pagar todo sin saber cómo. La verdadera reforma no está en el decreto, sino en la voluntad de reconocer que el sistema debe garantizar dignidad, no supervivencia. Quizás algún día la pensión deje de ser un misterio y se convierta en un derecho tangible. Que el jubilado no tenga que hacer maromas con el dinero, ni depender de favores, ni elegir entre medicinas y comida. 

Que se cumpla la lógica más básica: quien sirvió al país, merece descansar con tranquilidad. Y mientras llega ese día, los pensionados seguirán siendo los mejores economistas del mundo: capaces de hacer que $400 rindan para todo, menos para rendirse. Esa, quizá, sea la mayor lección que el país podría aprender de ellos. Porque detrás de cada cifra hay una historia, detrás de cada cheque hay una vida, y detrás de cada jubilado hay una lección de dignidad que ni los informes ni las estadísticas logran medir. En un país donde los números cambian, pero los rostros permanecen.

La pensión, al final, sigue siendo eso: un misterio financiero digno de milagro, una ecuación que la calculadora no resuelve, pero el corazón del pueblo sostiene. Es también una deuda moral que no se paga con decretos, sino con dignidad: Como dice el evangelio: «El obrero es digno de su salario.» (Lucas 10:7) No hay política pública más justa que aquella que honra ese principio, ni reforma más urgente que la que devuelva valor al esfuerzo de toda una vida. Cuando llegue ese día —cuando el país entienda que dignificar a sus mayores no es un gasto, sino un acto de grandeza—, entonces sí, podremos decir que el misterio habrá sido resuelto, y que por fin la pensión dejará de ser milagro… para convertirse en justicia. 

Abogado y teólogo.

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